Añoro la sencillez del armario de mi infancia, cuanto toda elección se reducía al único jersey (que en verdad abrigaba) o a la única falda (que esa sí que era fresquita).
Añoro la libertad de que las palabras que en verdad funcionan vengan solas hasta mí, derechitas y de la mano, sin tener que manosearlas y sobarlas, y al final estamparlas en esta pantalla con la sensación de que se me ha escapado el pez y los zapatos me quedan grandes.
Soy una soldado aturdida. Me puede el cansancio. Me pesa la impedimenta, todo lo acumulado. Las palabras pedantes son tan tercas como la mala conciencia. Imposible librarse de ellas. Se requiere valor supremo para tirar por la borda lo que tantas horas de estudio costó, lo que con tanto sudor se pagó.
¿Cómo lo hacen ellos, los que susurran orgullosamente desnudos? Los poetas, quiero decir. Las palabras de Benedetti, y José Hierro, y mi amado Pacheco, y Ángel González, parecen siempre tan libres como las de un niño. Como si la sencillez jamás corriera en ellos el peligro de convertirse en una añoranza…