Los jefes son jefes porque se jactan de ser jefes.
Los jefes se pasan la vida jactándose. Invierten mucho tiempo en enseñar los dientes y henchir la pluma. Por eso a mí no me gustan los jefes. No son productivos. Mucha cáscara y poca nuez. Gatos con ínfulas de tigre.
A mí me molan más los cabecillas, los líderes que no plantean demasiadas exigencias a los demás, ni dan demasiadas órdenes, pero que son los primeros en ponerse a trabajar. Claro que yo soy una mujer ingenua, una niña con arrugas que todavía sueña con convertirse en boy scout, mientras tiende la ropa de la familia e intenta estirar la gasolina del coche.
La gente como esta ciudadana que soy yo no tiene nada de revolucionaria. Es tan antigua como la pana. Tan carpetovetónica que hasta sigue creyendo, ¡a pies juntillas!, en el muy primitivo concepto económico de solidaridad: yo te doy o hago esto porque cuánto mejor te vaya a ti más consumirás, y más en paz estarás, y así se apuntalará mi prosperidad. Eso implica que ninguno de los dos tiene que agradecer nada o echar en cara nada. Y así, con ese ideal que a veces se nos tuerce, es como funcionan países tipo España, o continentes como la Unión Europea.
Yo eso de la solidaridad lo aprendí de mis papás. No vengo de una casa de jefes. Si fuera así, a lo mejor de la jactancia no me parecería una cosa tan fea.
A mi la jactancia me hace pensar en jajaja, en que se están riendo de mí. Será que tengo mucha imaginación. Puede ser. No estoy segura. No sé. Lo que sé es que antes, en los tiempos primitivos, los jefes se jactaban de su jefatura exhibiendo coronas y cetros henchidos de joyas. Y que, hoy, algunos jefes se jactan de su jefatura haciendo que alguien les regale un ático en cualquier milla de oro, pero también exhibiendo los (escasos) votos que han conseguido en las urnas como si fueran la pluma más exótica y rara y preciada del mundo.
Todos los jefes son pavos reales. Sobre eso sí que no tengo dudas. Nadie las tiene, ¿no?
La duda que a mí me quema es otra. Mi duda es acerca de a quién voto yo cuando tengo que escoger entre el magro abanico de los políticos españoles. En las últimas elecciones, ¿yo voté un jefe, a un jactancioso abusón? ¿O voté a un cabecilla, a un inocente que, como yo, todavía cree en la virtud de la solidaridad?
No sé quién es ése a quién voté. Para saberlo tendría que colarme en su casa, y de noche, en la intimidad de la almohada, llegado ese momento en que las máscaras caen, susurrarle este párrafo de Jefes, cabecillas y abusones:
“En la tribu de los Kung, cuando un hombre joven sacrifica mucha carne, llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar esto. Rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico”.
¿Quién será ése a quien vote? ¿Un jefe o un cabecilla? ¿Sonreirá tranquilo al oír ese párrafo del ensayo de Marvin Harris? ¿O no sonreirá y lo que hará será rascarse la nariz, molesto, irritado por la mosca cojonera que quiere joderle el sueño?
Y tú, ¿sabes tú quién es ése a quien votaste?