¿Soy yo la más guapa, la que mejor escribe? El espejito mágico de la madrasta de Blancanieves tiene la respuesta. Ese cruel pedazo de cristal nunca miente. ¿Se acuerdan?: “No, mi Reina; no eres tú la más guapa”. Oh, desastre, qué dolor, pavor, ira furibunda que nos lleva a apuñalar al que es más guapo que nosotros o… O a ponernos a trabajar para mejorar eso que no es perfecto. Nosotros elegimos: verdad desnuda o autopiedad conformista.
Si eres de los que te decantas por la primera opción, déjame que te motive con una frase lapidaria: un texto terminado requiere la misma mirada implacable que dedicamos, o deberíamos dedicar, a nuestra imagen personal. ¿Tú te arriesgas a salir a la calle, por las mañanas, sin mirarte un momento en el espejo? ¿Sin comprobar que no llevas pasta de dientes en la mejilla, colorete en el párpado o restos de jabón de afeitar en el mentón?
La corrección de un texto comienza con el mismo gesto que el repaso a nuestro aseo: vigilar que no haya manchas, nada que no debería estar ahí, que sobre y nos afee. Con la misma impiedad con la que quitamos el resto de espuma en la barbilla o el exceso de barra de labios, deberíamos eliminar las frases que no cumplen ninguna función en el engranaje de lo que queremos decir. A la papelera con ellas, aunque duela en el alma desprenderse de esa pequeña belleza que a uno le ha costado tanto construir.
“Menos es más” también en la escritura, no sólo en los manuales de elegancia. Y si aún no estás convencido, piensa en ese espantajo de señora llena de cardados y joyas, o en el caballero de pelo engominado y fular sobre la corbata, que has visto durante tu última incursión en un multitudinario cóctel de trabajo.
“Quitar líneas es como avivar un fuego. No se nota la operación, pero todo el mundo aprecia el resultado”, dice Rudyard Kipling. ¡Bien! Sesudo consejo. El problema es cómo nos evaluamos nosotros a nosotros mismos en nuestra mismidad. Cuando hablamos resulta fácil: la expresión facial de los demás nos ofrece un cálculo casi matemático de cuán interesado o aburrido está nuestro interlocutor. Pero la soledad del que escribe complica mucho las cosas; aun así, funciona el truco simple de leer el texto en voz alta.
Escuchar lo que uno ha redactado desnuda el texto: señala las frases provistas de ritmo, que son las que hacen avanzar al lector en la comprensión, y también acusa sin remilgos a las piedras indigeribles, a los nudos que enredan y merecen tarjeta roja directa, expulsión fulminante. Si algo no te suena bien, fuera. Y si algo te hace dudar, ojo: no seas indulgente; sácale al menos una tarjeta amarilla y prueba a cambiar una palabra o una coma.
A los cuentistas, seamos profesionales o aficionados, no nos suele gustar el espejito mágico de la madrastra. Todos los que redactamos algo tendemos a mirar con extrema benevolencia esas palabras que acabamos de esparcir sobre la pantalla. Todos somos Narciso. Todos estamos encantados de conocernos y creernos los más guapos del mundo… hasta que caemos en la cuenta de que en verdad no hay nada más mentiroso que los cuentos que nos contamos a nosotros mismos.