Cuando el pan se vuelve amargo y la alegría falsa,
cuando el paro se enquista obcecado en tus manos,
es un alivio inmenso replegarse, ovillarse un rato.
Qué descanso agachar la cabeza y no pensar,
dar esquinazo un instante a la termita insaciable,
la angustia que vuelve, insidioso bisturí.
Cuando veas a un parado al sol, no te engañes.
No creas que dormita la plácida siesta del domingo eterno.
Cuando veas a un parado al sol, no le mires demasiado.
Déjalo en paz.
No lo aturdas sentimental, no vomites milongas.
Deja que cierre los ojos. Silencio y caridad.
Créeme que está ocupado, desgarrado y exhausto en el frenético intento
de matar la tensión infinita que le impide pensar,
decidir
qué nuevo puente intentará mañana,
a qué esperanza sobada trepará de nuevo,
cuál será la mentira que hoy se dirá a sí mismo,
una vez más.
Precaución
Ardua tarea, el desempleo.
Cuando se es nada, se tensa el nervio
en los encuentros,
la pulida formalidad,
la obligada alegría del saludo.
“¿Cómo estás?”
Bien, claro.
Nadie espera de ti la descortesía fatal,
el contar de verdad lo que sientes.
Y si un día la tentación te apura y te puede,
si quieres piar en busca de piedad,
recuerda antes tu etiqueta, la que a tu espalda murmura:
“Pereza. Cobardía. Cascote que sobra.”
No seas loco.
Calla.
Enfúndate en un silencio profundo.
Si dijeras que oyes cómo el periódico chilla
(“¡Tropecientos millones, los parados!”),
si gritaras que no es cifra ni algoritmo lo que narra,
ellos reirían,
alborozados:
“Se te nota el descanso, qué humor”.