“Trabajaré con todo mi corazón durante los próximos cien primeros días de Gobierno. Trabajaré con todo mi corazón y luego os contaré lo que he visto y lo que pienso. Eso es todo lo que os puedo prometer.”
La sencillez que Baira imprimió al final de su discurso de investidura arrancó, cómo no, los más estruendosos aplausos de los nuevos parlamentarios y conselleiros, y también de todas las autoridades locales y nacionales reunidas para la ocasión en el Pazo del Hórreo. El edificio, reformado no hacía muchos años, “encarna el rentable maridaje entre tradición y modernidad impulsado por hombres como Baira”. Así lo escribiría al día siguiente un célebre columnista. Y así, con esa conveniente visión de trascendencia, se vivió la investidura del nuevo presidente de la Xunta. Las crónicas periodísticas destacaron la muy nutrida multitud de ilustres asistentes. Entre ellos, Juan Lastra y su mujer, Rosa, quienes acudieron no por protocolo, sino atendiendo a una invitación personal de Baira, quien tuvo la misma deferencia con Lina Enciso.
“Pobre Lina”, piensa Rosa, al atisbar entre otras cabezas el mechón Cruella de Vil de la diputada nacional. La antipatía que siempre le había tenido a aquella mujer había empezado a trocarse en admiración, cuando Lina tuvo el valor de secundar la broma de Baira en el mitin de Pontevedra. “Y ahora resulta que casi la compadezco. Las dos andamos naufragando por culpa de Paco. Ella sí que sabe que Paco y yo… Y encima…”
Un vestido pistacho con torerilla de encaje incorporada, más un largo collar de tres vueltas y pendientes tipo lámpara, convertían a Lina en estandarte visible entre cualquier multitud. Y hacia aquel banderín refulgente envió Rosa sus mejores deseos, su anhelo sincero de que el sufrimiento de la Lina enamorada no fuera tan tremendo como la angustia que la devoraba a ella misma, a la Rosa no utilizada abiertamente por Baira, como era el caso de Lina, pero sí menospreciada a los poquitos, en dosis mínimas de veneno que Rosa había ido absorbiendo como una tonta.
-¡¡¡Lina, Lina!!!
Rosa se sorprende a sí misma agitando la mano, levantando la voz mucho más de lo conveniente, como si estuviera en plena calle y no en un solemne recinto, y deseara a toda costa captar la atención de un viejo amigo que no nos ve.
-¡¡¡Linaaaa!!!
¡Pero bueno, qué es esto! Juan mira a Rosa con fastidio, sin entender a qué viene semejante salida de pata de banco, tan impropia de su hermosa mujer, de la preciosa e imponente joven vestida de sobrio gris perla, a la que Lina responde ya con su característica efusión.
-Rosita, Juan, ¡qué alegría! He llegado con el tiempo justo –gorgojea, abrazando a Juan exageradamente, como si no hiciera menos de veinticuatro horas que lo ha visto en Madrid, en la sede central del PSD.
-Pues estás muy guapa –dice Rosa, recuperado ya el dominio de su voz y de la compasión que la había hecho llamar a Lina. Siente entonces un pequeño toquecito en el antebrazo, y los ojos de Lina clavándose en los suyos para preguntar:
-¿De verdad, cariño? ¿De verdad estoy guapa?
-Quítate los pendientes y pierde la torerilla por ahí, detrás de esa columna. Y engánchate de mi brazo, anda –susurra Rosa.
Confiando, Lina obedece. Y tras una segunda mirada a los ojos de Rosa, de una Rosa en la que se enciende una luz diabólica, la diputada se agarra a la periodista. Así avanzan entre la maraña de invitados que rodean ya a Baira. Gris perla y verde pistacho. Llaman la atención. Forman un insólito y original estandarte, los dos colores juntos.
¿Las veis, a Rosa y a Lina? Es imposible no verlas, tan guapa la una, tan pechugona la otra. Rosa y Lina, la novia murmurada y la novia inventada… Son conscientes de que cuando ambas lleguen –soldadas por el brazo- a la altura del nuevo presidente de la Xunta, los fotógrafos las van a freír a flashazos. Vive Dios que será así. Es de derecho que así sea. Si a Baira no le había importado jugar con ellas y utilizarlas, aquí las tenía ahora, vengadoras, muy juntitas y revueltas, encantadas de robarle al ex candidato, al ahora Novísimo Presidente Triunfador, gran parte del protagonismo mediático del día.
Ricardo Gómez, voluntariamente situado en una esquina de la sala, como siempre más dispuesto a observar que a saludar, no puede evitar una carcajada ante la audacia justiciera de las damas.
(Extracto de la novela Un rumor que no se va)