(A os meus abós)
Proliferan las voces que ven color de rosa el futuro del español. Es cierto que tú aterrizas en Nueva York y el idioma de Cervantes, ese que compartimos 500 millones de personas, te lleva en volandas de un lado a otro, sin que tus labios tengan que recurrir casi nunca a mascullar algo que pretende ser inglés. Así que todo parece estupendo y maravilloso cuando se celebra algún Congreso Internacional de la Lengua Española (voy a dejar puestas esas mayúsculas iniciales, que yo sé lo que me digo). Todo es fantástico e hiperbólico cuando cada tres años se reúnen los académicos de los casi treinta países en los que se habla español. Como si no fueran pertinentes esas preguntas insidiosas que nada tienen que ver con los bellos colibríes y las mutuas alabanzas.
-¿Sienten respeto los hispanos de Estados Unidos por la lengua que hablan en casa y en el barrio, y nunca -o casi nunca- en el instituto y la universidad?
-¿Sentimos respeto los hispanohablantes por el español de los negocios? ¿O nos limitamos a someternos al imperio del inglés? Y de eso el español sabe mucho. Porque también el español fue una lengua de dominio, destinada a humillar la identidad de otros.
“Del vivir nace el cantar”, escribió José Hierro, dando forma poética a lo que a menudo olvidamos: que el poder de una comunidad comienza en la palabra, en el uso o desuso de la lengua que le es propia.
¿Usamos el español como lengua de prestigio?
Yo soy gallega. Gallega por haber nacido en Galicia, uno de los territorios de España donde desde los tiempos de Maricastaña se habla una lengua distinta del español. Como gallega, tengo muy presente lo que mi madre (81 años) me cuenta de su juventud, y del estigma que para ella suponía mencionar una puerta pechada, en lugar de cerrada, o mencionar al fillo, y no al hijo, de alguien. Pechaban as portas e tiñan fillos los que -desde el monte o la aldea- recién llegaban a Vigo, entonces una pequeña ciudad que, sin embargo, en la Galicia de los años cincuenta, figuraba ser el reino de los modernos, de los prósperos, de la gente fina alfabetizada y educada en español.
En la Galicia de mi madre, para ser alguien había que hablar el idioma de ellos, de las autoridades, de las personas que apenas una generación antes habían bajado a la ciudad desde el monte, la aldea, la tierra sin industria. Ellos, los que mandaban, pensaban que les restaba categoría, solidez profesional, trabajar y comerciar en gallego, la lengua que una vez fue suya.
A mí me gusta decir que la literatura nos enseña el camino de la vida. La literatura nunca es ficción. Eso lo sabemos todos los lectores y deberían saberlo todos los académicos de la lengua. Por eso, vamos a escuchar a la literatura. Por ejemplo, a Tom Wolfe en Bloody Miami:
“Esto era el problema de Néstor Camacho: trepar por un mástil de veinte metros …y hablar con un pobre y escuálido cubano presa del pánico para convencerlo de que se bajara del puñetero mástil.
-Bueno, Camacho, ¿eres capaz de hacerlo?
La respuesta sincera era “No” y “No”. Pero la única contestación posible era “Sí” y “Sí”. Cómo podía quedarse allí plantado y decirle: “Pues a decir verdad, sargento, en realidad no hablo español; desde luego, no lo bastante bien para convencer a nadie de nada”. Era como muchos cubanos de segunda generación. Entendía español, porque sus padres sólo hablaban esa lengua en casa. Pero en el colegio, pese a toda esa cháchara del bilingüismo, prácticamente todo el mundo hablaba inglés. Había más emisoras de radio y televisión en español que en inglés, pero los mejores programas eran en inglés. Las mejores películas, los mejores blogs (y porno en línea) y videojuegos, la música más actual, lo último en iphones, blacberries, androides, teclados… todos creados para que se utilizaran en inglés. Enseguida te sentirías un inútil por ahí…sin saber inglés ni utilizar cosas en inglés ni pensar en inglés, lo que a su vez requería saber inglés americano coloquial como cualquier anglo. Antes de que te dieras cuenta, ya no podías desenvolverte en español mucho más allá de sexto grado. Esa era la pura verdad, que no tenía vuelta de hoja, pensó Néstor. ¿Pero cómo iba a explicárselo a dos americanos?”