Este campo de amor que se abre hacia las mujeres (mayoría en el novísimo Gobierno español) es un triunfo de las ahora abuelas; o sea, de mi madre y de la tuya, compañera. Las damas que rondan los 80 y 90 años, las mismas que no podían sacar dinero del banco sin permiso del marido, empujaron a sus hijas -¡a ti y a mí!- a comerse el mundo que florecía más allá de las cenizas del hogar.
A ciertas madres se lo debemos todo. Todo lo que somos nosotras y todo lo que serán –lo que son ya- nuestras preparadísimas y libres hijas. Así que, por favor, demos un beso a las abuelas, apretujémoslas hasta la extenuación. Es a ellas a quienes deberíamos dedicar la gloria de celebrar este Gobierno que estrenamos, tan rebosante de mujeres. Yo recuerdo a mi mamá de los pelos cardados levantándose a las seis de la mañana para ir a trabajar en la medieval España de los 70; y a mi padre barriendo la cocina para que su esposa pudiera ir a la peluquería; y a los dos trabajadores que ellos eran urgiéndome a mí a ser su orgullo, la primera persona de la familia capaz de llegar a la universidad.
No creáis a los políticos cuando dicen que ellos inventan para los ciudadanos nuevas rutas de progreso y bienestar. ¡Es mentira! Es justamente al revés. Es la sociedad la que hierve y comunica su hervor a los que legislan. “Igualdad” es una eficaz palabra moderna, una bala certera horadando graníticos agravios, pero que no se crea nadie -ni siquiera el ahora santísimo Pedro Sánchez- que su discurso feminista descubre nada nuevo al corazón de ninguna encorvada ancianita.