
Fotografía de Robert Doisneau
El lenguaje es el poder. Esa es la ventaja de los varones. La que seguirán poseyendo ellos mientras las mujeres que tienen acceso a los altavoces limiten la guerra a declinar las palabras en femenino. Eso es apenas una costra, polvillo decimonónico que el habla –la repetición diaria de lo que decimos- terminará disolviendo solo. La batalla tiene que ir bastante más allá. Tendrá que ir porque el lenguaje es algo mucho más complejo y profundo que los finales en “a” y “o” de las palabras. El auténtico resorte del lenguaje, el núcleo de su poder, está en que con él nombramos la realidad. Por ejemplo, el día en que consigamos que las bocas hablen de “permiso parental” o de “permiso de crianza”, en lugar de “permiso de maternidad”, habremos conseguido una revolución. Porque la cuestión no estará en cuanto tiempo cuidará una madre al bebé, sino en cómo se repartirán el padre y la madre, de forma igualitaria, totalmente a pachas, el cuidado de su hijo.
El lenguaje es Dios y el Diablo, lo blanco y lo negro, un cristal transparente y también un biombo, un muro que todo lo opaca. Por ejemplo (hoy la cosa va de ejemplos), “coser y cantar” alude a una tarea fácil y ligera, puro entretenimiento que no tiene nada que ver con coger el pico y la pala y ponerse a sudar hondamente, o sea, a trabajar. Qué maravillosamente gráfico es el lenguaje. Pero otra cosa es la justicia que lleva dentro, ¿verdad? ¿O es que a ti lo que primero se te viene a la cabeza es un hombre cantando y cosiendo, y una mujer empuñando rauda y feroz el pico y la pala?
El lenguaje inclusivo es algo infinitamente más profundo que una agotadora declinación de términos en masculino y femenino. El lenguaje inclusivo no se decreta. Modificar el lenguaje que usamos, la dimensión profunda de lo que decimos, no es un coser y cantar, sino una cuestión de pico y pala, de cavar zanjas en torno a todos los hábitos culturales que lo construyen. Yo no sé cómo vamos a conseguir un lenguaje justo, realmente epiceno. Pero si sé que mañana, hoy, cada vez que alguien me exija dar una opinión o un pequeño discurso, renunciaré al uso de esas coletillas que son tan propias de las de mi género. Renunciaré al uso de las expresiones del tipo “yo creo que” o “podría ser una especie de”. Aprenderé a hablar con contundencia. No con exabruptos ni feas procacidades que atentan contra el buen gusto, pero sí sin pedir permiso. Aprenderé porque ese es el lenguaje del éxito, el que de verdad te hace triunfar en los negocios. Eso y la triada mágica que explota cada 8 de marzo: Fama, Fiesta, Felicidad.