¿Te gustan el pelo cardado y las chaquetas rococó de Margaret Thatcher? ¿Qué te parecen esos raperos que llevan siete cadenas de oro al cuello? ¿Multarías por exceso de adorno y brillos a los estilistas que los visten así? Si tu respuesta es afirmativa, entonces dime: ¿por qué a la hora de escribir buscas la finura –o sea, el estilo- a través del cultismo y el perifollo? Si queremos redactar bien, lo último que deberíamos hacer es “actuar como nuevos ricos”. La elocuencia no procede de las pretensiones, sino de la normal naturalidad de lo sencillo. Esta lección tantas veces olvidada es la que nos recuerda Luis Magrinyá desde “Estilo rico, estilo pobre”.
Mucha gente se ha creído “a pies juntillas” que escribir bien consiste en desechar las palabras de cada día y sustituirlas por algo que suene más “frondoso”, dice Magrinyá. Esa gente se olvida de que el estilo al escribir, al igual que la elegancia en el vestir, es algo invisible e intangible, algo que no se nota pero que se respira; algo que no está en las florituras (el pelo cardado de la Thatcher, los dorados de los raperos) sino en la convicción de que la sencillez, la renuncia a la afectación, es el gesto que más nos acercará al lector.
La simplicidad es “una cualidad siempre sospechosa para los estilistas”. Cuando escribimos, ¿somos conscientes de “la cantidad de palabras de diccionario que adornan la prosa de las novelas”? ¿Nos preguntamos si alguien, en una conversación, hablaría del sopor o de que llueve pesadamente?
Ya está bien de creer que el léxico que se usa con frecuencia está maldito. Las llamas del infierno no están en las palabras corrientes, sino en las que creemos finas. Magrinyá recuerda este cartel que la empresa Gas Z colocó en una puerta:
Prohibido penetrar a personas no autorizadas
Lo literario no es literatura
“Pensar la lengua es la primera condición del estilo”, nos recuerda un filólogo que también ejerce de novelista y editor, y que está claro que se lo ha pasado genial metiendo el dedo en los errores ajenos pero también en los propios. Para que también nos riamos de él, y no sólo con él, este antiguo trabajador de la Real Academia de la Lengua ha incluido sus textos en los ejemplos que critica. Se acusa, como todos, de confundir la literatura con lo literario; lo artístico con el mero artificio que nos parece “estético” y “expresivo”, aunque en realidad lo que aporta al texto es violencia, un ruido que estorba.
¿Cómo distinguir lo estético de lo expresivo? Echando mano de lo que suena normal, sugiere Magrinyá. Si lo pensamos bien, nos damos cuenta de que hay un matiz estilístico en escribir dineros y no dinero, pero también percibimos que suena falso hablar de gentes y no de gente, o de ropas y no de ropa:
“…apretado en las ropas de servicio, tenso y decepcionado, el mayordomo salió al salón”(Luis Magrinyá,”Los aéreos”, Debate, Madrid, p.107)
Escribir sin pensar mata la elocuencia, o la deja muy disminuida. Por ejemplo, “en un pequeño universo de muebles y enseres domésticos, ¿quién dice que pone una cosa bajo el sofá, bajo la silla, bajo la ventana? ¿Pone alguien la zapatilla bajo la cama? Nos tememos que no. Solemos poner todas esas cosas debajo de.” Y sin embargo, son legión los literatos que, una vez que aposentan los dedos sobre el teclado, se vuelven alérgicos a la normal normalidad de debajo de, o al hecho de que lo lógico es que los personajes cierren la puerta, sin más, sin añadir tras de sí.
Pensar la lengua es darse cuenta de que ese tras de sí sobra, y también de que es ridículo que alguien que muy coloquialmente reclama a otro que le “resuelva la papela”, declare a continuación que se esconderá bajo (y no debajo) del piano.
Novelerías
Magrinyá investiga con humor, y abundante saña, los verbos que salen en las novelas pero que nadie usa en el día a día. Tamborilear es uno de ellos. Tamborilear –como rezongar, prorrumpir en llanto, encogerse de hombros o sentir que el corazón se desboca– es una de esas cosas que los literatos se empeñan en que hagan sus personajes.
Se me ocurre que tamborilear funciona al modo del excéntrico y excesivo vestido de novia con el que los diseñadores de alta costura de París cierran dramática y teatralmente sus colecciones, ¿no?
Magrinyá se lo ha pasado pipa al escribir su ensayo. Eso ya lo dije. Pero me apetece repetirlo para que calibren con qué espectacular carcajada debió celebrar el hallazgo de este pomposo párrafo, extraído de una de las novelas españolas más leídas (o, por lo menos, vendidas) de todos los tiempos:
“Fui capaz de encontrar el baño de Gustavo Barceló, pero no el interruptor de la luz. Pensándolo bien, me dije, prefiero ducharme en la penumbra. Me despojé de mi ropa manchada de sangre y mugre y me aúpe a la bañera imperial de Gustavo Barceló. Una tiniebla perlada se filtraba por el ventanal que daba al patio interno de la finca, sugiriendo los perfiles de la estancia …”(Carlos Ruíz Zafón, “La sombra del viento”, Planeta, Barcelona, 2003, p.,342)
Estancia, penumbra, despojarse de la ropa, auparse a una bañera, tinieblas perladas… ¿Alguien da más? ¡Glups! ¿Qué tal nos vendría a todos un examen de conciencia? ¿Cuánta espuma barroca rezuman nuestros propios textos? ¿Acaso no necesitarían un poco más de “memoria, diligencia y atención”? Quizá mejorarían muchísimo, sólo con tener en cuenta algunas de las cosas que Magrinyá nos recuerda. Estas siete, por ejemplo:
- El estilo consiste en la identificación de lo prescindible
¿De verdad hace falta escribir “oyó el ruido de sus pasos”? Al escribir “oyó sus pasos”, ya se entiende que el caminante hacía ruido.
El estilo y la elegancia se respiran, no se fuerzan. La música de un texto no viene a bordo del énfasis, sino de la conciencia de qué palabras elegimos y de cómo hacemos que se relacionen unas con otras. Si escribimos que alguien espeta algo, en lugar de decir algo, seamos conscientes de que ese verbo trae consigo una carga de violencia; de ningún modo tendríamos que adjuntarle expresiones como añadió a bocajarro o sin demasiados preámbulos.
- El estilo es explorar la variedad sin caer en la pedantería
La naturalidad equivale a no tener remilgos. Stephen King, uno de los escritores que más vende, lleva este consejo al extremo de decirnos que escribamos joder si el cuerpo nos pide esa palabra y no otra. Magrinyá no llega a tanto, pero nos alienta a que usemos verbos con tan poco prestigio como hacer, tener o decir. Más vale decir diez veces decir que recurrir a repuso, “horrible” y “arcaico defectivo de uso exclusivamente literario”.
A este editor (o sea, juez de si una novela se publicará o no) le parece un disparate actuar como si la riqueza léxica dependiera de los verbos que ponemos en las acotaciones de los diálogos. “Dijo es la mayoría de las veces una solución más elocuente, honrada y discreta que, pongamos por caso, arguyó, refirió, aseveró o sostuvo.”
- El estilo desconfía de las modas
En un buen texto, los bosques, caserones y océanos no debieran abonarse a la moda de respirar pesadamente, ni los libros, muebles y cadáveres a la de caer con estrépito. Se me ocurre que frases de ese tipo son el equivalente de los dientes como perlas y los labios como fresas que fascinan a los malos poetas.
Seamos conscientes de que hay momentos de la historia de la (mala) literatura en que todo tintinea. No sólo una copa de cristal al chocar con otra, sino también las campanas que las vacas llevan al cuello. Algunos novelistas se empeñan en que tintineen, por mucho que hagan clon-clon-clon. O sea… Es que tintinea es una palabra preciosa, ¿no os parece? Le da un halo poético a nuestra prosa que ya quisiera Juan Ramón Jiménez.
- El estilo es coherencia
¿Alguien se imagina poseyendo algo de caspa? ¿O haciéndose análisis de pipí? Como supongo que no, volvamos a lo dicho: ¡coherencia! Coherencia incluso en las acotaciones de los diálogos, que a menudo adornamos con verbos cultísimos, pese a que el personaje parlante acabe de soltar una vulgaridad:
“Será pura mierda, pero me lo tienes que pagar”, repuso Miguel con firmeza (Ignacio Martínez de Pisón, “La ternura del dragón”, Anagrama, Barcelona, 1994, p.66)
- El estilo no tiene horror vacui
Magrinyá advierte del miedo de los escritores al espacio que hay entre una línea de diálogo y la siguiente. “Parece que hay como un abismo espantoso. Abrumados, y a la vez envalentonados, por el horror vacui, los narradores se apresuran a llenarlo”, sin preguntarse si es necesario. Por tanto, prestemos a tención a “la carpintería de los diálogos”, llena de gestos como sacudir la cabeza, asentir, encogerse de hombros, fruncir el ceño y chasquear la lengua, y también de “un surtido cansino de verbos de mirar”(mirar fijamente, levantar la vista, bajar los ojos)
. Al estilo no le gustan las preposiciones-sobrefaldas
¿Por qué preguntamos acerca de si el tribunal o sobre si el tribunal? ¿Por qué no preguntar, directamente, si el tribunal hará esto o aquello?
El horror que Magrinyá siente a la superposición de preposiciones me recuerdan mi propio disgusto de hace un par de temporadas, cuando los estilistas de moda se empeñaron en plantar sobre las preciosas faldas-tubo (que tanto solían estilizar la figura) un espantoso volantito que partía de la cintura, cubría las caderas y a las mujeres de curvas ampulosas nos convertía en elefantas.
- El estilo no surge de imitar el inglés
El do the right thing inglés ha llevado a una inflación de hice lo correcto no sólo en periódicos y telediarios, sino también en las novelas. Excepto Mariano Rajoy, adicto al como Dios manda, ya nadie se acuerda de esa expresión, ni tampoco de esa otra que tanto oíamos de niños: ¡Pórtate como es debido!
“Cada casa es un mundo”, solía exclamar mi madre. Mi madre es tremenda. La sabia más infalible que conozco. Así que no me extraña que Magrinyá la imite cuando dice que también cada lengua es un mundo y que cada una se organiza a su manera propia e intransferible. Las plantillas y las convenciones que caracterizan a una están fuera de lugar en otra.
. El estilo es… ¡sudor!
Sólo se consigue con lo de siempre: con el mucho trabajo.
Sudor, mucho trabajo, bla-bla-bla…
¿Todos esos consejos que nos da Magrinyá no son obviedades? Desde luego, lo son. El mismo lo admite en el primer párrafo de este “Estilo rico, estilo pobre” al que califica de “librillo de maestrillo”. Pero es que el mundo funciona a base de obviedades, ¿no? De obviedades que olvidamos un día sí y otro también. Como esa tan novelera (pero real como la vida misma) de que se nos rompería el corazón si el hombre o la mujer que nos mira desde el otro lado del sofá dejara de adorarnos.