“La ignorancia y la estupidez en los grandes asuntos de Estado no es algo que se cite habitualmente. Una cierta corrección política e histórica requiere que asignemos algún propósito y racionalidad incluso en los casos en los que es demasiado obvio que no existe dicha racionalidad”(1), denuncia John Kenneth Galbraith, uno de los grandes economistas del siglo XX. El comentario, aterrador, lo leemos en Un viaje por la economía de nuestro tiempo, libro delicioso y espléndidamente didáctico, en el que el Premio Nobel advierte que el avance económico “produce hombres y mujeres mejor formados a los que, en la práctica, es más difícil mantener tranquilos y apartados de su papel en la vida pública”.
Apetece paladear palabras que, aunque vienen de un sabio (¡qué pocas veces usamos ya este sustantivo!), suenan muy cercanas a lo que se rumorea a pie de calle y a lo que se evidencia en las encuestas: la gente desconfía no ya de la honestidad, sino de la inteligencia de los políticos. A muchos votantes les parece irremediablemente mezquino lo que Freud llamaba “el narcisismo de las pequeñas diferencias”. Las pequeñas diferencias entre los conservadores y los socialistas y los podemitas y los autodeclarados “ciudadanos”.
Si la política es teatro, alguien debería caer en la cuenta de que a la gente le aburren los argumentos que no avanzan, las tramas que se encasquillan en el siempre mismo conflicto entre los malos y los buenos de siempre.
Lo mezquino genera aburrimiento, sopor, una irremediable gana de que sople una tormenta que se lleve al infierno esa ignorancia y estupidez que denunciaba Galbraith. Supongo yo que por eso “cambio” y “cambiar” son siempre las palabras estrella de cualquier mensaje político. Lo tremendo es que esos vocablos tan bonitos y plenos de esperanza acaban sonando a huera pompa, hueca rimbombancia. “Lo cursi es el desgaste de la elocuencia”, escribió de una estocada el poeta mexicano José Emilio Pacheco. Y el francés Philippe Joseph Salazar nos deja también un mandoble genial -mandoble a la estupidez y la ignorancia- al recordarnos que la buena retórica exige entender que la vida en común “es una transacción de argumentos” y no sólo un hablar de diputados y diputadas o de miembros y miembras.
Ojalá los tiempos nos traigan políticos definitivamente sonrojados, verdaderamente abochornados de habernos tomado por tontos, por una claque pagada, dispuesta a aplaudir el uso herrumbroso de la retórica y la versión más cutre del storytelling. A ver si se enteran de que, para narrar algo, primero hay que tener algo que contar, y también de que no hay nada hay más cruel que la literatura. Es una perfecta diabla, un demonio con rabos y cuernos que te condena al ridículo en cuanto tengas la mala fortuna (o el poco talento) de soltar una palabra que suene a falsa.
Me gustan los tiempos de elecciones. Es ese momento en que uno siente que todo vuelve a ser posible, incluido el poder revolucionario de la palabra bien empuñada, sea al modo que sea: el ensayístico de Galbraith o el poético de Elizabeth Smart, escritora que, nada más terminar la Segunda Guerra Mundial, escribió En la Gran Estación Central me senté y lloré, una bellísima novela (de amor, como todas las grandes novelas) en la que recuerda que los primeros cargos públicos de Estados Unidos eran hombres “capaces de citar a Shakespeare mientras hablaban de política bajo los olmos”.
Evoquemos la imagen idílica que nos regala Elizabeth: hombres públicos capaces de hablar de política con altura y exactitud poética. Quién sabe qué podría ocurrir si alguien se atreviera a subir a un atril recordando en qué consiste verdaderamente la retórica, y se deja llevar por la revolucionaria convicción de que el crédito político, al igual que la buena poesía, se sostiene sobre la naturalidad y no sobre el énfasis.
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(1) Galbraith, John Kenneth, Un viaje por la economía de nuestro tiempo, Ariel Economía, Barcelona, 2013, página 25.