Barack Obama –hijo, esposo y padre ejemplar- es un pecador. Arrepentido, pero pecador. Barack no siempre respetó la ambición de su esposa, como él mismo reconoce en La audacia de la esperanza, el libro autobiográfico que escribió antes de llegar a la Casa Blanca. Aquí te dejo su relato. Para que lo disfrutes (el ya casi ex presidente de Estados Unidos es un magnífico escritor) pero también para que te mueras de risa o desesperación, según te pille el día.
“Entonces nació Malia, un bebé del 4 de julio, tranquila y preciosa (…) Malia llegó en un momento ideal para ambos: la temporada de sesiones se había terminado y además no tenía que dar clases durante el verano, así que pude pasar todas las tardes en casa. Mientras tanto, Michelle había decidido aceptar un trabajo a media jornada (…) Durante tres mágicos meses, los dos nos ocupamos de nuestro bebé (…)
Pero cuando llegó el otoño –y mis clases empezaron de nuevo, la legislatura se reanudó y Michelle volvió a trabajar- nuestra relación se resintió. Muchas veces yo tenía que irme tres días seguidos (…) Michelle descubrió que los trabajos a media jornada tienen la manía de expandirse (…)
Mi incapacidad de limpiar la cocina de repente pareció menos entrañable. Cuando me despedía de Michelle por la mañana no me llevaba más que un besito en la mejilla. Para cuando nació Sasha –tan bonita y casi tan tranquila como su hermana- mi mujer apenas podía contener su ira hacia mí.
-Sólo piensas en ti -me decía-. Nunca pensé que tendría que llevar sola la familia.
Estas acusaciones me dolieron; creí que estaba siendo injusta. Después de todo, no era como si me fuera de bares con los amigos cada noche. Yo exigía pocas cosas a Michelle: no esperaba que zurciera mis calcetines ni que tuviera lista la cena cuando llegaba. Siempre que podía, ayudaba con las niñas. Todo lo que pedía a cambio era un poco de ternura. En vez de ello me vio obligado a interminables negociaciones sobre los más nimios detalles de llevar la casa, largas listas de cosas que tenía que hacer o había olvidado hacer y una actitud que por lo general no era amable. Le recordé a Michelle que, comparados con la mayoría de familias, teníamos muchísima suerte. Le recordé también que, por muchos que fueran mis defectos, yo la quería a ella y a las niñas más que a ninguna otra cosa en el mundo. Mi amor debería bastar, pensé. Según mi punto de vista, ella no tenía motivo de queja.
Sólo después de reflexionar, cuando los problemas de aquellos años ya habían quedado atrás y las niñas habían empezado la escuela, empecé a comprender por lo que tenía que haber pasado Michelle en aquella época, la lucha tan típica de la madre trabajadora de hoy. Porque no importa lo liberado que me considere –no importa lo mucho que yo me dijera a mí mismo que Michelle y yo éramos socios iguales y que sus sueños y ambiciones eran importantes como los míos- el hecho es que cuando tuvimos nuestras hijas, era de Michelle, y no de mí, de quien se esperaba que hiciera los ajustes necesarios para adaptarse a la nueva situación. Claro, yo ayudé, pero fue siempre en mis propios términos, dependiendo de mi horario. Mientras tanto, ella tuvo que hacer una pausa en su carrera. Era ella la que se aseguraba de que las niñas comieran y se bañaran cada noche. Si Malia o Sasha enfermaban o la niñera no llegaba, era ella la que, la mayoría de las veces, tenía que llamar para cancelar una reunión en el trabajo.
(…)
Al final, es mérito de la fortaleza de Michelle –de su voluntad de sobrevivir a aquellas tensiones y de sacrificarse por mí y por las niñas- que superáramos los malos tiempos.”
(Extracto de La audacia de la esperanza, de Barack Obama, Editorial Península Barcelona, 2006, páginas 358 a 360).