
La gente organizando el mundo con su esfuerzo. O sea, el trabajo. Ese es el eje temático del pintor argentino Benito Quinquela. Su trabajo consistió en glorificar el trabajo de los otros. Retrató la actividad del barrio porteño de La Boca.
Mi país sufre un enorme problema de comunicación: el mundo entero percibe a España como lo que no es. Y la culpa la tenemos todos los que curramos en los medios de comunicación o usamos la palabra como herramienta de trabajo. Convendría que, además de ventilar la corrupción de los que gobiernan, nos ocupáramos también de glosar las virtudes de los ciudadanos que mueven la patria. A efectos de comunicación, un país es como una empresa, y yo me pregunto: ¿quién va a comprar España, productos Made in Spain, si damos la impresión de que aquí TODO funciona mal?
Yo no funciono mal. Yo soy una parada reconvertida a autónoma que me busco las lentejas como puedo, pero con honradez y sin faltarle a nadie. Yo estoy orgullosa de mi intrepidez y mi resistencia, y de la intrepidez y resistencia de casi toda la gente que me rodea. Yo no soy ciudadana de un país hundido ni derrotado. Hundidos y derrotados van a estar los que roban. Yo no.
Mi país no es el país que sale en la tele. O no es sólo ese país que sale en la tele. España no es ese drama de políticos corruptos y de caraduras. España no es la oficial e ineficaz Marca España, sino -como decía Forges días atrás- Gente España.
La riqueza de mi país no se hace con Marca España, sino con Gente España.
Mi país -España, Galicia, Vigo- es ese nido fértil en el que un puñado de trabajadores se llevan la sorpresa de que premian como Joven Empresario a su jefe, al tipo que los rescató del paro y que resulta que es un señor tan currante como ellos y que encima va invirtiendo todo lo que gana en nuevos puestos de trabajo.
Mi país es ese país en el que la gente de un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera (Gamonal, Burgos) se levanta indignada contra el contubernio montado para que algunos se lleven crudos los muchos millones de euros que costará ponerle un techo a la plaza de toros. Si la gente no protestara, el coso quedaría precioso y muy calentito. Seguro que la gente que tiene dinero para pagar una entrada no pasará frío, pero ¿y qué hay del calor y la comida que los miles de parados de esa ciudad necesitarán este mismo invierno? ¿Hay dinero para hacer un negociete con un amiguete y no para atender a la ollas y las sartenes vacías, o para hacer una obra pública que aproveche a todos y no sólo a unos cuantos?
Mi país no es esa plaza de toros donde los que más tienen reclaman un techo.
Mi país está hecho de almas en armas y de brazos bajando hasta lo más profundo de los monederos, en busca de los dineros que se puedan repartir con el hermano que lleva años en paro o con el amigo al que ya ni la desesperación le empuja a tener la suficiente caradura para pegarte el penúltimo sablazo.
Estoy harta de que la tele, y la radio, y los periódicos y también el Twitter, me chillen a pleno pulmón que mi país es un país de mierda. Estoy harta de que los europeos de por ahí arriba piensen que olemos mal, que es el nuestro un país de caca y siesta, una rémora para los dignos ciudadanos de la Europa rica, un patio trasero en el que pueden venir a emborracharse y mear en la calle porque, total, en este país de mierda todo está permitido.
Mi país no es ese país de mierda.
Mi país es un país de gente digna, lleno de muchos policías y jueces que hacen su trabajo. Se abren paso a través del hedor y nos confirman que un país es la gente, no los políticos. Nosotros permanecemos y ellos van y vienen. Ellos son nuestros súbditos, y eso es algo que demostramos no sólo al ir a votar, sino todos los días, cuando los funcionarios que pagamos entre todos cumplen con su trabajo: olisquear la mierda y las malas hierbas y barrerlas, que este es un país de sol donde resulta difícil que prenda el moho.