¿Cuál es la materia prima del redactor de un texto profesional? ¿Qué horizonte no debe jamás perder de vista quien redacta una intervención que le va a retratar ante sus colegas en un congreso, o ante unos cuantos centenares de clientes reunidos en un hotel de postín?
La humildad.
Humildad para percibir que nuestra sabiduría concreta en un área del conocimiento no nos transforma en magos de la palabra.

David Hockney desarrolló un estilo propio para tratar pictóricamente los reflejos sobre el agua. A mi me gusta pensar que utiliza la transparencia del agua como metáfora del encuentro y la comprensión del otro.
Humildad para corregir y convertir un texto recién escrito en un incendio de notas en rojo.
Humildad, sí. Porque todo tiene su técnica. Incluso la escritura. Incluso eso que parece tan elemental, tan archisabido, tan al alcance de todos nosotros desde los primeros cursos del colegio.
La escritura hay que trabajarla. Requiere pico y pala. Porque redactar no es un conocimiento, sino una competencia. No es un dato, sino un proceso. Exige zambullirse en aguas turbias, y desde allí bracear incansablemente hasta encontrar de nuevo la luz. “El verso claro y el borrador oscuro”, susurra Lope de Vega, siempre eterno y actual, al oído de todo aquel que se atreve a empuñar la palabra.
¿Es fácil escribir? Debería serlo. En teoría, a todos nos han enseñado a escribir.
¿Usted cree que es fácil?
Esparcir palabras es fácil. Escribir, no. O al menos no lo es para mí. Escribir implica análisis y síntesis, un esfuerzo de tal calibre que justifica con creces el verso de Walt Whitman: “Grande es el lenguaje… es la más poderosa de las ciencias”.
El trabajo de quien redacta un texto profesional consiste en dejar la ecuación completamente despejada de incógnitas, sin agujeros negros.
Un texto bien escrito tendría que ser siempre tan transparente como el agua, contener dentro el denso fragor del mar, y desprender durante mucho tiempo la fresca fragancia de un bosque.