Habría que repartir a pachas los cuatro meses del permiso laboral por parto o adopción.
Cuatro meses es lo que la Seguridad Social española financia desde hace años a las mujeres, así que repartirlo mitad y mitad entre papá y mamá no dañaría en absoluto las finanzas del Estado. Algunas mentes sí que se quedarían hechas polvo, abrumadas por la intensidad del cambio que eso traería contigo. ¿Pero quién ha dicho que las revoluciones tengan que hacerse a dosis mínimas? Estoy hasta el gorro de revoluciones de salón, de revoluciones tan pedorras y pobres que se agotan en la floritura cortés del todos y todas, señoras y señoros, miembras y miembros.
Ya me gustaría a mí que el próximo Presidente del Gobierno de España se atreviera a pensar a lo grande, con audacia. Con “la audacia de la esperanza”, que diría Obama.
Ocho semanas es lo que nosotras necesitamos para recuperarnos físicamente del parto. Las primeras ocho semanas del permiso compartido serían las nuestras. Las otras ocho podrían cogérselas los papás. Serían muy rentables para toda la familia, porque dejarían muy claro para ellos cuál es la dimensión del cambio que un niño trae a una pareja. Cuidar dos meses intensivamente de un bebé conduciría a muchos hombres a entender en qué consiste la paternidad (y la maternidad, claro). Quién sabe lo que podría llegar a sembrar un cambio legislativo como éste de repartir el peso de la crianza… A lo mejor, algunos hombres hasta empezaban a admirar a sus mujeres con toda su alma y a conjurar el peligro de conductas violentas y despreciativas.
Yo tengo dos hijas jóvenes. Así que, para mí, eso de pensar con audacia feminista es irrenunciable. Necesito la audacia para tener esperanza en que hacer carrera profesional será para ellas más fácil que para mí. Me encantaría vivir en un país en el que las mujeres que se han educado con los impuestos de todos, al ir a postular por un trabajo, no tuvieran que soportar la sensación de que, a igualdad de talento, el puesto se lo va a llevar un hombre, un joven al que ningún responsable de Recursos Humanos se atreverá nunca a preguntarle si el tener hijos entra en su horizonte a medio plazo.
¿Cuánto le cuesta al país despreciar la ingente pasta invertida en educar a la mitad de la población? ¿Cuánto dinero dejará de percibir -a la hora de jubilarse- una mujer que, por imposibilidad de conciliar, paraliza su carrera un par de años, o cuatro o cinco?
Hará unos tres lustros, en una entrevista para una revista femenina, le pregunté a un profesor de la Pompeu Fabra si no creía que los problemas de desigualdad se acabarían de un plumazo si alguien se atreviera a establecer un permiso de paternidad exactamente igual al de maternidad. El hombre se rió conmigo y me dijo que sí, que por supuesto eso sería una medida acertadísima, pero que largo se lo fiaba, puesto que la sociedad estará lista para aceptarla “dentro de unos cincuenta años, quizá más”.
Según el profe de la Pompeu, faltan aún unos treinta y cinco añazos para que la revolución que yo sueño se haga realidad. En teoría, la veré encarnada en mis nietas. Pero, ¿sabéis qué? A la chita callando, nuestras hijas están haciendo la revolución. Sin banderas, sin proclamas y sin ayuda de los políticos, resulta que ellas son las mejores ingenieras, matemáticas, médicas, auditoras de cuentas y periodistas.
El cambio está aquí, emanando desde abajo, esperando que el Parlamento y el Gobierno se sacudan la pereza y consigan transformar en ley eso que las manos de nuestras princesas tejen cada día.