
Foto cortesía de UNO
La España auténtica estaba este lunes 6 de octubre en el Teatro María Guerrero de Madrid. Procedentes de todas las esquinas del país, allí se reunieron los 129 nuevos bibliotecarios, archiveros, conservadores y ayudantes de museo que en las próximas décadas van a gestionar el patrimonio cultural del Estado, es decir, justamente esos bienes de los que tanto depende el maná turístico que nos alimenta.
Daba gloria ver a aquella manada de lobos que, antes de aprobar oposiciones durísimas, tuvieron durante años la sensación de que permanecerían para siempre anclados en el extranjero, en los países cuyas universidades les otorgaron becas y oportunidades que aquí, en su patria, se les negaban. Qué orgullo verlos y qué vergüenza pensar en cuan entretenidos están algunos en despilfarrar el dinero público, dilapidándolo sin freno en bagatelas, bromitas, cositas tales como organizar simulacros de independencia y fletar aviones que lleven a Bruselas a los cortesanos del desnudo emperador Puigdemont.
Me impactó el contraste entre las caras del María Guerrero -entusiasmadas pero también asombradas de su propia hazaña- y el soberbio gesto de los payasos que estos días tanto exhiben su don de lenguas para dárselas de honorables y cosmopolitas. Me impactó para bien. Porque me sentí reconfortada. Y hasta esperanzada cuando, un poco más tarde, a pie de bar y no de solemne escenario, comprobé que las personas que ese día recibían su nombramiento de funcionario habían bebido de sus profesores del Ministerio de Cultura el mejor de todos los consejos: “Al terminar cada clase, mezcláos. Salid a tomar cervezas y mezcláos y conoceos y sabed quién es el compañero al que podéis apelar en Altamira, o en el Museo del Ejército de Toledo, o en el Subacuático de Cartagena, o en la Biblioteca Nacional. Esa es la mejor garantía de un buen servicio a los ciudadanos de toda España”.
“Mezcláos. Conoceos”. He aquí la letra que le falta al himno de mi país.