Son los noviazgos, y no la tinta de los sellos oficiales, lo que poco a poco irá permitiendo que se haga realidad el gran sueño -¡Europa, Europa!- de la gente de mi generación. Lo compruebo casi todos los días, cuando una de mis hijas me llama desde Londres; casi todas las semanas, cuando veo a otra de mis niñas construir su hogar con un italiano; casi todos los veranos, cuando alguna de mis dos criaturas me trae a casa a un doctorando en Oxford y a su enamorado nórdico, o a una amiga alemana y su novio francés de origen griego y saben Dios y los genes de qué otro sitio más.
Hace ya unos años que Umberto Eco predijo que el amor sería el verdadero creador de Europa, y que esa liberación total de fronteras estaba ya a la vuelta de la esquina, presta a desatarse en cuanto las becas Erasmus cumplieran el papel de Cupido que la Historia (no los burócratas) le tenían asignado.
Para el semiólogo que escribió “El nombre de la rosa”, una novela de intriga, resulta que el futuro de este continente en el que pronto seré abuela no tiene ningún misterio. Él lo tenía súper-claro y lo que pensaba lo soltó al aire sin prejuicios ni temores de que le acusaran de romanticoide. Me encanta esa frescura de un señor tan sesudo como él, y también que la predicción de lo que será Europa provenga de un lingüista y no de uno de esos políticos que apenas saben hablar pero ladran bien alto su ansia de Estados-Nación festoneados por la fea cicatriz de muchas, muchas fronteras.
Cuando me emociono con Umberto Eco y su profecía, estoy celebrando el presente de mis hijas, pero también librando mi particular lucha por la Memoria Histórica. Por mi Memoria Histórica, tan importante como la que tienen los abuelos de mis hijas respecto a la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial. A esas europeas de corazón que he criado a los pechos de Bruselas (casi literalmente, ¿o es que ya nos hemos olvidado de los Fondos Feder y compañía?) les viene muy bien soportar de vez en cuando una batallita de su madre.
Sospecho que mis hijas –y quizá tus hijos– son incapaces de calibrar el privilegio del que disfrutan. Así que permite que te convoque a que desenfundes la espada y empieces a soltar mandobles con los datos que a tí y a mí, padres de la actual gente joven, nos han permitido construir una trayectoria vital inimaginable para nuestros propios progenitores. Por si te sirven de inspiración para contar tu propia batallita, estos son los míos: hasta 1986, año en que cumplí los 25, yo viví en un país cuasi africano, subdesarrollado, lleno de obsolescencias, y también de padres que se dejaban la piel (literalmente la piel de las manos) para conseguir que sus hijos fueran los primeros de la familia en llegar a la universidad.
Lo que yo viví sí que fue una revolución. Una transformación total y absoluta de la sociedad española.
A estas niñas mías y a estos niños vuestros que campan a sus anchas por eso que los abuelos llaman “el extranjero”, se les hace imposible imaginar el cambio que para los veinteañeros de 1985 y 1986 suponía convertirse en europeos, en ese tipo de gente (color gamba, eso es verdad) a los que veíamos pasear por nuestras playas y monumentos presumiendo de billetera llena y democracia añeja, pero muy capaces también de despreciarnos hasta el punto de intentar regatear todo, incluso el precio de las postales para turistas que mi madre vendía en el quiosquito desde el que veía pasar los gigantescos barcos, lujosísimos y por entonces inalcanzables cruceros, llenos de gente próspera y alta, increíblemente alta para una generación que creció sin comer yogures y forrando los zapatos con papel de periódico, no se les fueran a congelar los sueños que ahora ven encarnados en sus protestones y europeísimos nietos.