“Desobedecer me parecía una función vital y me empeñé en hacerlo”, decía el fotógrafo Robert Doisneau a propósito del tiempo que trabajó en una factoría Renault de Francia, su país. Desobedeció tan a conciencia que consiguió que lo despidieran y que nosotros, hoy, le agradezcamos en Madrid su traviesa visión de la vida y su afición desbordada por la metáfora. La expo que le dedica la Fundación Canal incluye un maravilloso guiño como The End: al terminar nuestro paseo, la imagen que nos llevamos en la retina es un precioso deportivo azul (azul cielo, por supuesto) que luce en el capó una gigantesca llave para darle cuerda, como si fuera de juguete, un fantasma que nos visita desde nuestros sueños infantiles de bienestar.
Doisneau y su cámara llevan pegada la etiqueta de Fotografía Humanista. Pero a mí, si yo tuviera mando alguno, me gustaría cambiársela por la de Fotografía de un Cachondo Enamorado de la Vida. El amigo Robert nos narra la vida en rosa. En rosa subidito, casi fucsia. Lo hace desde el principio de su carrera, incluso en los años 30, 40 y 50, cuando aún no había descubierto los arcos iris que emanaban de Palm Spring ni las posibilidades que le ofrecían los avances de la tecnología fotográfica. Este hombre fotografiaba en tecnicolor avant la lettre. Todas sus fotos desprenden los amables y consoladores tonos pastel de los sueños que la gente -usted y yo, por ejemplo- guardamos no en el fondo de los ojos, sino en todos y cada uno de nuestros gestos.
A Doisneau le pierde la dimensión erótica de la vida. Le pierde tanto como al resto de la Humanidad. “La mirada oblicua” o “Criaturas de ensueño” son fotografías muy famosas, mil veces versionadas. Si Doisneau retrata el deseo, ¿cómo no vamos a adorarle? Cada vez que disparaba, él sacaba a la luz ese secreto resorte que mueve nuestras vidas. Con las añorantes viejas rebozadas en confeti de “La fiesta”, o el hombro desnudo de una dama cincuentona en Palm Spring, Doisneau confirma lo que la vida va desvelando a los que ya tenemos cierta edad: que lo que a uno le extraña, y le resulta duro, no es el hacerse viejo, sino el sentir que los otros no vean lo jóvenes que aún somos. Lo adorablemente niños deseando escapar de la escuela que siempre seremos. Por eso jugamos al golf o regamos una planta con rulos en el pelo y muslos de sesentona bajo un sexy pantalón cortito.
“El mundo que yo he intentado mostrar era un mundo en el que yo me sentiría bien”, proclama Doisneau desde una de las cartelas explicativas (muy pocas) que la Fundación Canal nos entrega en esta muestra comisariada por Anette y Francine, las hijas del homenajeado. Dicen los que saben de esto que las exposiciones dirigidas por las familias de los artistas suelen adolecer de escasa información para el público. Ellas dan por supuesto que el público que entra lo sabe todo sobre el protagonista de la muestra. Lo malo es que “todo”, incluso en el caso del muy célebre Doisneau, apenas cubre la famosa foto del beso de la pareja junto al Ayuntamiento de París, o la serie de fotos inmensamente coloristas y graciosas, muy graciosas, hechas en el Palm Spring de los años 60.
Ni las cartelas de la Fundación Canal son suficientes ni las fotos están bien iluminadas, o por lo menos no lo bastante bien iluminadas como para que los marcos no den sombra al título que identifica las imágenes. Ese detalle resulta irónico en la exposición de un experto en sacar a la luz nuestros secretos. Pero, en fin, digamos que al Señor Doisneau ese detalle hasta le divertiría. El hombre que fue capaz de exprimir toda la belleza, la alegría y la inocencia que caben en lo cotidiano, ¿cómo no iba a reírse de esta incongruencia, de esos pequeños baches que jalonan el día a día y que a él le permitieron pervertir la rutina, darle la vuelta y ver los chistes y los tiernos relatos que caben en ella?
Yo disfruté mucho en la Fundación Canal. Me parece que ya no maldeciré a mi ahora querido amigo Doisneau, y a las chinchetas de mala calidad, cada vez que el póster con “El beso” se despegue de la pared de la habitación de mis hijas. Más bien, creo que a partir de ahora lo fijaré a su sitio, todas las veces que haga falta, con especial cariño. Me cayó muy bien ese señor que desde su auto-retrato, situado al fondo de la sala por la que yo había caminado, me miraba atento, cámara en ristre y sin quitarme ojo. No sé qué historia habrá aparecido en su objetivo tras la hora larga que transcurrió entre que vio entrar en la exposición a una señora con pinta de aburrida y cierta prisa por despachar rápido el asunto, y el momento en que vio salir a una dama fascinada. Pero espero (¡deseo!) que haya visto en mí, la metarfoseada, una historia tan rosa, tierna y divertida como todas las suyas.

Doisneau, auto-retrato.