Las historias predecibles arruinan a la prensa

Me gustan  las narraciones que te hacen sentir como si estuvieras curioseando por el ojo de una cerradura o escudriñando a través una mirilla. Lo que más me seduce de una historia son las corrientes profundas, esas que no se ven ni se oyen pero que están ahí, en el corazón de las palabras que sí se dicen. Supongo que por eso me hipnotizan los cuadros de Edward Hopper o los silencios con los que Mathew Weiner convierte en literatura la sexta y última temporada de Mad Men.

"Mañana en Cape Code", de Edward Hopper

“Mañana en Cape Code”, de Edward Hopper

Hopper y Weiner me guiñan el ojo y me hacen cómplice de la fragilidad de sus héroes. Me hacen sentir lo mismo que cuando voy por la calle y, sin querer, me veo atrapada en  uno de esos momentos en los que un gesto nimio, una frase dicha al pasar, te hace captar el argumento de una vida que no es la tuya.

¡Escenas robadas! ¿Quién no se ha visto alguna vez dentro de ellas, y ha sentido un caudal de misericordia, o de furiosa antipatía, contra el protagonista involuntario de la película vital que sorprendemos?

Las buenas historias no son predecibles. Eso es el ABC de la comunicación. Así que no entiendo muy bien a qué viene toda la insistencia de los periódicos, teles, radios y redes sociales en darle cancha ancha a una narración cuyo final estaba cantado. Me refiero a la pesadez esa del referéndum sobre la independencia de Cataluña. Si todos sabemos que Artur Mas va de farol, y que ni siquiera él quisiera celebrar la consulta (ni muchos menos conseguir que gane el sí), ¿por qué los medios de comunicación gastan el dinero hablando de lo que a todos nos aburre, con la excepción de los políticos? ¿por qué dilapidan sus recursos largando un inacabable bla-bla-bla sobre algo que es un no-acontecimiento? A lo mejor, la crisis de los medios se soluciona, o al menos se atempera, cuando algún director o redactor jefe especialmente iluminado pase olímpicamente de la agenda de los políticos y baje a la calle, a ver qué está pasando de verdad, y qué interesa de verdad.

A mí ya no me apetece comprar periódicos nacionales porque estoy hasta el gorro de que me detallen al milímetro la nube de humo, el pegajoso azúcar demagógico, que unos políticos mediocres esparcen para tapar los verdaderos acontecimientos. Sí me interesa seguir comprando Faro de Vigo, el periódico de mi mediana ciudad de provincias, porque me cuenta cosas que sí tienen que ver con mi vida. No hay ningún misterio en la supervivencia de la prensa local frente a la prensa nacional: sencillamente, narra lo que ocurre, en lugar de ovillar y desovillar eternamente un gurruño de hipótesis que sólo existen a efectos de asonada electoral.

A mí hay días en que los periódicos nacionales, que tanto se quejan de no vender, me recuerdan a esos poetastros de tres al cuarto y a esos oscuros directores de cine que no se jalan un panchito por plastas, pedantes y, sobre todo, por predecibles.

Allá la prensa exquisita con su propia estupidez. Me da que, con esa actitud, se sitúan en la misma acera de los sofisticados que reprochan a Mad Men y a Hopper su gancho popular, su inmediata capacidad para fascinar. O sea, para vender y vender, y permitir que sus autores vivan del fruto de su arte.

 

Acerca de Esclavitud Rodríguez Barcia

Periodista y escritora, autora de las novelas "Un rumor que no se va" y "Nunca más tu sombra junto a mi". Ha trabajado como consejera técnica en la Secretaría de Estado de Comunicación (España) y formó parte del equipo fundador de Inversor Ediciones. Redactora en prensa económica y creatividad publicitaria. Nació en Vigo en 1961. Es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y Máster en Comunidades Europeas por la Escuela Diplomática de Madrid.
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