Lo sencillo embauca.
Las canciones de amor que me hacen llorar suenan sólo con voz y guitarra. Y hace años que siento que la verdadera palabra poética viene cargada de levedad, de la extrema ligereza de eso que suele pasar inadvertido.
¿Por qué lo sencillo embauca? Porque es profundo y roza ese misterio que todos perseguimos, imposible de expresar. Ángel González, el poeta del nombre común, me susurra desde el poema “Nada más bello” la clave del enigma.
Escuchemos a Ángel:
¡Ese rayo de sol inesperado
que destella en la nieve
recién caída!
Mucho más bella era la sonrisa
que iluminaba un rostro
todavía mojado por las lágrimas.
Ángel González escribe para el mundo, para millones de lectores. Pero cuando yo lo leo, está a mi lado, para mí sola.
Me dice algo quien me habla con su propia voz a mí. A mí y no a otro. En eso consiste el arte del comunicador: en contar a alguien una historia universal que se hace particular y exclusiva, que cae en el centro mismo de aquello que a mí me interesa.
Gente que aspira a hacer de la Comunicación su oficio, su pan de los próximos años, me preguntaba el otro día cómo me enfrento a la escritura, a la tarea de convertir un folio en blanco en una daga que atraviese –o al menos roce- el corazón de los demás. “Intento decir algo diferente”, dejé caer entonces. Pero hoy me arrepiento de esa respuesta. Es polisémica, acomodaticia y, en el fondo, errónea. Yo no pretendo decir algo diferente, sino expresar lo que todos sentimos. Lo que me diferencia no es lo que digo, sino la sencillez con la que procuro expresar la hondura de las cosas que nos pasan.