Rajoy y Feijóo son héroes esforzados, trabajadores incansables entregados al progreso de Galicia. Eso dicen. Eso proclaman a boca llena. Y me parece muy bien. Genial. Estupendo. ¡Pero que lo demuestren y se vayan al Hospital Alvaro Cunqueiro de Vigo a compartir la muy olorosa comida de los pacientes! Que se aferren los machos como hizo Manuel Fraga Iribarne cuando se metió en el agua de Palomares, decidido a demostrar que aquel mar sospechoso era en realidad tan prístino y virginal como su alma de ministro de Información y Turismo en la España de los 60.
¿No se anima usted, señor Feijóo? Venga, hombre, ¡échele chispa! ¡Haga honor a las traviesas burbujitas de esas gaseosas que llevan su nombre y que los galegos coma ti bebemos con tanta delectación! Coja a su compadre Rajoy del bracete y, sin nardos en la cadera ni ná, hágale registrar para el PP no sólo la propiedad de los casi recién estrenados ladrillos del Alvaro Cunqueiro, sino también la sabrosura que se desprende de la comida que allí se sirve. Le aseguro que tanto los garbanzos como el panaché de verduras son un primor, un bocado capaz de despertar cualquier nariz, e incluso la atrofiada pituitaria de la gente que no le hace ascos a un buen puro.
Que conste, querido Presi da Nosa Terra Galega, que usted no tiene nada que perder y sí todo que ganar con ese gesto a lo Manolo Fraga. O Vello, ya sabe, adolecía de algunas prepotencias, pero valor no le faltaba y hasta está llegando el caso de que la gente cada vez se acuerde más y más de él. Así que a lo mejor ahora le convenía a usted hacer con la comida del Cunqueiro lo que O Vello hacía con su ejército de gaiteiros: ¡exhíbala, sáquele partido, deje que se expanda su sabrosura por las anchas costas y los pinos rumorosos! O Vello entendía de comunicación política. Mucho. Muchísimo. Él hubiera aprovechado al máximo la ocasión de hartarse de panaché de verduras delante de la cámara. Hasta hubiera imitado a esas revistas que pontifican que los cincuenta años son los nuevos treinta, y nos hubiera convencido de que las espinacas son en realidad los nuevos grelos. Ya sabe usted de sobra (¿Cuántas veces se ha retratado vuesa merced allí?) que el Cunqueiro da mucho juego a los magos merlines de la comunicación: es una cucada de hospital, un escenario super-fotogénico en el que proliferan los preciosos cuadritos y los sofacitos de diseño.
Insisto, señor Feijóo: ¡genere la mega-foto de la campaña electoral en la que anda usted metido! ¡Anímese a comer en nuestro modernísimo Cunqui! A mí me resulta asombroso, mega futurista a tope, pura ficción a lo Star-Trek, eso de que la comida se prepare con días de antelación, y luego se congele o refrigere y después, de camino a las habitaciones, se caliente o recaliente en lo que ustedes llaman “estación de regeneración”.
¡”Estación de regeneración”, señor Feijóo! Lo que yo le digo: eso suena a la recomposición de moléculas que practican el Doctor Spok y el Capitán Kirk en la Enterprise, la nave de sus entretelas.
¡”Estación de regeneración”! Qué adecuadísimo lenguaje para hablar de la comida. Normal que, después de esos palabros, a la gente se le dispare la imaginación. Que no le extrañe que corra por las rúas de toda la Ría de Vigo la ¿leyenda? de que la comida de nuestro hospital la preparan en Valencia u otro punto situado en el Más Allá, y que desde ahí circula congelada, por las autovías de la Península entera, hasta llegar a su destino final: los inodoros de las habitaciones del Cunqui. Paradoja de las paradojas, esa de tirar comida incomible mientras atisbas por la ventana la feraz plantación de maíz y el rojo encendido de los tomates que se cultivan en las casas vecinas.
Vamos a ver, señor Feijóo: yo no quiero hacer sangre con usted. Ni siquiera pretendo que se ponga colorado como los tomates que veo desde esta ventana tan bonita y panorámica. Es más: yo entiendo que a usted la nutrición de los pacientes del Cunqui le importe un berro. ¡Para qué va a interesarle, si total los enfermiños van a tener complicado lo de ir a votar el 25-S! Pero, hombre, podía hacer usted como hacía O Vello: piense en la otra gente que pulula por el mastodonte de interminables pasillos. Piense en los ciudadanos sanos, en los médicos, enfermeros, celadores, auxiliares, limpiadores y personal de cocina y mantenimiento. Piense en toda esa multitud de laburantes y en cuánto les debe usted. Sí, ha leído bien: usted les debe mucho a ellos, y no al revés. Reflexione, oiga. Reflexione y no ponga cara de besugo fresco. Piense en que, si usted no les tuviera a ellos, si ellos no le guardaran la espalda con su trabajo, ese mega-recinto sanitario que usted tanto ama, y que su popular partido vende como gran logro, se quedaría desnudo. Desnudo y con las vergüenzas al aire. Talmente como el vanidoso Emperador del cuento.
Yo espero, señor Feijóo, que usted se acuerde de ese cuento que se titula “El traje nuevo del Emperador”. Se acuerda, ¿verdad? Convendría que se acordara, porque ese es el cuento que se nos viene a la cabeza a muchísima gente, a moitisima xente, a unha enchenta de xente, o por lo menos a toda esa multitud de ciudadanos que vamos al Alvaro Cunqueiro a visitar a nuestros dolientes que no sólo son dolientes, sino casi famentos. O sin casi, que por algo nadie recrimina a nadie el contrabando de tetilla y pavías que la familia se trae da casa.
¿Ya lo visualiza usted, señor Feijóo?¿ Ya sus expertos en comunicación le han dado permiso para que vea cómo el Cunqueiro se nos cae de hambre?
Un hospital se muere de inanición, y está desnudo, cuando los enfermeros y auxiliares de enfermería tienen que ponerse la capa de Superman para hacer su trabajo.
Un hospital está no sólo famento y desnudo, sino con los cojones hinchados, cuando el personal médico se escandaliza por la comida incomible que se sirve a los pacientes, a esa misma xente, galega coma ti, que ellos han cuidado, remendado y salvado de ir al hoyo.
Un hospital, señor Feijóo, sirve para salvar vidas. Quizá también la del político que recuerde que el Cunqueiro, nuestro preciado y muy esperado Cunqui, se convierte en un peligro político, una bomba electoral a punto de explotar, cuando los familiares de los enfermos retienen la náuseas y abren despacio platos, cuncas y recipientes donde se guarda la comida que debería nutrir y fortalecer a nuestra gente.
Como galego que é, señor Feijóo, debería saber que a la comida se le debe un respeto. Pero usted no nos respetó cuando a principios de verano dio la orden de relevar a la empresa que da de comer a los enfermos del Alvaro Cunqueiro. No lo hizo porque algunas órdenes son como los graznidos de las gaviotas: un ruido que a la mayoría de los gallegos nos deja indiferentes. Llevamos toda la eternidad oyéndolos, así que para qué va uno a tomárselos en serio.
“En Galicia sí”, efectivamente. En Galicia algunas órdenes no pasan de graznidos, de pura propaganda electoral, de prepotencia y postureo que desprecia el hecho cierto de que nuestro dinero se gasta en comida que hay que tirar por el inodoro deprisa, deprisa, que apesta.
Dicen los trabajadores del Hospital que un cambio de nombre en la titularidad del servicio (el contrato pasó de la firma Serunión a otra llamada Arcasa) no cambia ni la textura ni el olor de la comida. Qué casualidad que además la orden se emita en vísperas de la campaña para las elecciones autonómicas del 25 de septiembre.
Qué cheiro a cosa medio podrida se percibe en el Cunqueiro. Qué pena de impuestos tirados por el váter. Pero qué gracia de cuento enhebraría el ilustre Cunqueiro, Don Alvaro, con todos esos olores fedorentos que se escapan del nuevo buque insigne de nuestro fantástico Servicio Galego de Saúde. Yo no sé si Don Alvaro… A lo mejor anda el fantasma del ilustre escritor haciendo la ronda y es él, o su trasunto Merlín, el que inspira la fantasiosa historia que el abuelo de la cama de al lado de mi primo contaba ayer a su nieto: “Hubo una vez un vetusto hospital, llamado Xeral o Pirulí, en el que la merluza y el peixe-sapo sabían a mar y alga fresquiña, verde verde como nuestra tierra verde, verde verde como el mar cuando se cabrea y destruye el azul del cielo y de todos esos idílicos carteles electorales que mandaban votar a aquel chico de las gafitas… Si, filliño, aquél… ¡El que se llamaba igual que esas gaseosas que hacen tantas burbujitas!”