Mandela, el hombre de la plaza

 

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“El Paraíso”. Así se llama la pintura que cuelga sobre estas líneas. Es el PARAISO, con todas las mayúsculas del mundo, en la bellísima interpretación de Otgonbayar Ershuu. Son nuestras flores a Mandela: las mías y las tuyas, si tu quieres.

Mandela era en sí mismo una lección de comunicación: ofrecía toda la humildad, la personificación y la empatía que caben en esa palabra tan contradictoria, tan gigantesca y a la vez sencilla. Supongo que por eso tengo la sensación, como casi todos, de que anoche se me murió una persona cercana. Quisiera sumarme al homenaje universal a Madiba recurriendo a las palabras de otro Gran Maestro, de Vicente Aleixandre. El credo de Aleixandre era éste: “El poeta es el hombre (…) El secreto de la poesía (…) no consiste tanto en ofrecer belleza cuanto en alcanzar propagación, comunicación profunda del alma de los hombres”.

Os dejo aquí el poema “EN LA PLAZA”, uno de los más hermosos jamás escritos acerca del sentimiento de hermandad entre nosotros. A mí me parece más impresionante aún que alguna de esas oraciones católicas que me resisto a olvidar:

 

Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador

y profundo,

sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,

llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.

 

No es bueno

quedarse en la orilla

como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente

imitar a la roca.

Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha

de fluir y perderse,

encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de

los hombres palpita extendido.

 

Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,

y le he visto bajar por unas escaleras

y adentrarse  valientemente entre la multitud y perderse.

La, gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón

afluido.

Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución

o con fe, con temeroso denuedo,

con silenciosa humildad, allí él también

transcurría.

 

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.

Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,

un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,

su gran mano que rozaba las frentes unidas y la reconfortaba.

 

Y era el serpear que se movía

como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,

pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.

 

Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.

Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,

con los ojos extraños y la interrogación en la boca,

quisieras algo preguntar a tu imagen,

 

no te busques en el espejo,

en un extinto diálogo en que no te oyes.

Baja, baja despacio y búscate entre los otros.

Allí están todos, y tú entre ellos.

Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.

 

Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho

amor y recelo al agua,

introduce primero sus pies en la espuma,

y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.

Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.

Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega

completo.

Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza,

y avanza y levanta espumas, y salta y confía,

y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.

Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la

plaza.

Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.

¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir

para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

 

 

Acerca de Esclavitud Rodríguez Barcia

Periodista y escritora, autora de las novelas "Un rumor que no se va" y "Nunca más tu sombra junto a mi". Ha trabajado como consejera técnica en la Secretaría de Estado de Comunicación (España) y formó parte del equipo fundador de Inversor Ediciones. Redactora en prensa económica y creatividad publicitaria. Nació en Vigo en 1961. Es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y Máster en Comunidades Europeas por la Escuela Diplomática de Madrid.
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