
“La crucifixión blanca”, de Marc Chagall, se interpreta como una metáfora que denuncia la Alemania nazi, el Régimen de Stalin y la persecución de los judíos.
Comunicar consiste en ajustarse a los estados de ánimo de la gente.
Tu historia –la historia que siempre cuentas- tienes que ajustarla en cada momento a esos estados de ánimo de quienes te escuchan. Así se explica que, al principio de la Segunda Guerra Mundial, Churchill pudiera hablar de “sangre, sudor y lágrimas” y nadie cerrara los oídos, espantado. Así se explica que los gobiernos aplastados por datos de paro escandalosos intenten presentar como victoria un aumento de contratos temporales, de trabajos mínimos que surgen al calor del sol y se derriten con el frío del invierno que se lleva a los turistas.
Comunicar es negociar. En el fondo, consiste en gestionar, en aceptar que todo es relativo, y que no hay nada más relativo y menos absoluto que un líder.
Todo es contextual. Todo depende del momento. No existe el discurso perfecto, sino el discurso perfecto para un momento determinado en unas circunstancias dadas.
Viene todo esto de la comunicación como negocio o gestión, como lo que Philippe Salazar llama “transacción de argumentos”, a la rendida admiración que siento hacia las dotes comunicativas (que vienen a ser dotes empresariales) del Papa Francisco. Acaba el Sínodo sobre la Familia y a mí se me desborda la sensación de que lo mejor que le ha podido pasar a medio mundo (el otro medio reza hacia la Meca) consiste en que el Pontífice Nuevo sea un maestro de la metáfora. No porque eso ensalce el trabajo de los escribidores y demás fauna de mi gremio, sino porque la metáfora facilita el entendimiento, el acercamiento, la paz. Porque la metáfora produce deleite, pero también comprensión.
Las metáforas comprimen la realidad y la llevan a un contexto donde interpretarlas es un proceso veloz y fácil. Son rápidas porque generan emoción. Presentar la misma verdad con palabras literales llevaría a una reacción mucho más tardía. Si yo copio al poeta Benedetti y le digo a mi amado que hay “diez centímetros de silencio entre tus manos y mis manos”, él me entenderá infinitamente más rápido que si le detallo las circunstancias de nuestra historia de amor imposible.
Las metáforas forman parte del comportamiento cooperativo que solemos tener los hablantes. Y eso es lo que está decidido a potenciar el Papa que se llama a sí mismo Obispo de Roma (es el cargo de donde proviene su autoridad) y que lanzó su primera bendición portando sobre el pecho una humilde cruz de madera, el mismo material sobre el que Jesús sufrió martirio.
Francisco, que eligió un nombre que no está adornado por números romanos, en el Sínodo recién acabado enarbola la familia como metáfora del cambio que está por llegar a la Iglesia. Acogiendo a los divorciados, homosexuales y discriminados, está haciendo lo que nosotros hacemos todos los días cuando hablamos con expresiones como “me rindo” (metáfora bélica) o “mi ánimo está por las nubes” (estar contento se identifica con estar arriba). Lo que está intentando Francisco no es sólo crear una metáfora, sino conseguir que esa metáfora se interiorice en la Iglesia y forme parte de su sustancia o esqueleto, del corazón mismo de la institución.
¿Todos poetas, entonces? ¿Somos todos poetas, al utilizar las metáforas, todos los días? No. Poetas en ciernes, sólo. Revolucionarios en ciernes, apenas. Los lingüistas Lakoff y Turner sostienen que los poetas parten del pensamiento metafórico que comparten los hablantes de una lengua, pero que lo subvierten y lo utilizan de modo inusual o chocante, de un modo que sí horada el corazón y la conciencia de la gente.