Contención. Ese es el verdadero secreto de la Retórica. Se contiene quien al hablar no abusa de las sonrisas y del aleteo de las manos. Se contiene el orador que no intenta mantener todo el tiempo su discurso en las alturas de la épica o la poesía, y también el hombre que al dirigirse a los demás tiene cuidado de engarzar las palabras con naturalidad, sin aferrarse a fórmulas, códigos o muletillas, a las frases-comadreja que no conducen a nada.
Las muletas, en esta España que se apresta a cambiar de Rey, son cosa del monarca que se jubila. Al joven cuarentón que le sustituye, y que está a punto de pronunciar el discurso de su vida, le debemos exigir, como mínimo, un paso ágil y volandero, un toque de frescura y riesgo en lo que diga. Es muy grande el abismo al que se asoma Felipe VI. Y yo me imagino que es muy consciente de que, con él, a ese abismo nos asomamos todos. Por eso espero de verdad que sus palabras me entreguen Literatura de la Realidad, y no pajiza prosa propia del Boletín Oficial del Estado. Detestaría escuchar en el discurso de Su Nueva Majestad palabras dirigidas a la multitud; espero y deseo que me hable a mí, a mí y sólo a mí, aunque luego yo me regocije con mis iguales de cuánto me han gustado o esperanzado esas palabras universales que nos ha dirigido a todos.
Felipe-Letizia, o puede que Letizia-Felipe. Quizá a mí no me guste demasiado la alienación de este equipo que va a asumir la jefatura del Estado. Pero eso no importa. Me pasa como a los futboleros que estos días andan de cabeza con el Mundial: tengo que apoyar al equipo que se supone que me representa, aunque estén trabajando fatal. Ya habrá tiempo de hacerlos pasar al banquillo, si no rinden. De momento, son lo que tengo para que jueguen por mí, así que deseo que en el campo lo hagan lo mejor posible, pulcramente al menos, que sobre eso ya van más que advertidos.
A mí me ganarán el corazón Felipe el Insulso, y hasta esa manierista Letizia que se desmarca del común y lo vulgar con la zeta de su nombre, si entre los dos, y con apoyo del ingente equipo de comunicación que tienen detrás, son capaces de entregarme un discurso no demasiado cargado de guiños y halagos a sus clientes. Porque “clienta” y no súbdita me considero yo, ciudadana que reniega de viejos óxidos.
A mí no me gusta lo viejo y herrumbroso, sino lo clásico, las buenas ideas mil veces probadas en combate. Como las de Ted Sorensen, el logógrafo (escritor de discursos) del presidente Kennedy. Sorensen decía que todo gran discurso requería brevedad, claridad, humor y una pizca de peloteo (charity) hacia la audiencia. Charity, por ejemplo, es lo que Tony Blair desplegó en su discurso de dimisión como primer ministro (1):
“La gente a menudo me comenta que (el mío) es un trabajo duro. En realidad no lo es. Una vida dura es aquella que llevan los niños con discapacidades graves y sus padres, que me visitaron en el Parlamento la otra semana.”
¿Blair se pasó con la charity, la utilizó de manera demasiado previsible? ¿Usted qué opina?
En verdad, es fácil pasarse con el azúcar de la charity y convertirlo en pimienta irritante. Así que, cuando menos, déjanos que te deseemos suerte, Felipe. Y también dile a Letizia que con tanto estiramiento de columna y cuello ya nos ha convencido muy sobradamente de que es alta, por lo menos tan alta como tú; que se relaje y doble un poquito los hombros, como el resto de los mortales, sobre todo los mortales abrumados por la tarea que pesa cada día sobre nuestros hombros.
- Blair, Tony, Una lucha por la solidaridad, la justicia y la libertad (y otros discursos). Biblioteca El Mundo, colección Las voces de la democracia, páginas 63 y 64.