No me niegues, Europa

Manuel Marín echa una cabezada durante las negociaciones de 1985. Foto de Alfredo Gracía Francés.

Manuel Marín echa una cabezada durante las negociaciones de 1985. Foto de Alfredo García Francés.

No puedes hacerlo. No me niegues, Europa. Voy a cumplir 59 años y llevo toda mi vida adulta trabajando en ti y para ti, sumergida a fondo en la convicción de que llegada una crisis, una tragedia como la que libramos, tú estarías ahí. Ahí de verdad y no de boquilla, ahí como estaban las legiones romanas cuando tenían que protegerse de un ataque. Ahí todos a una, levantando cada uno su escudo para encajarlo con el de los demás y multiplicar así nuestro poder de defensa.

En los años 90, no había encargo que más me gustara que ir a entrevistar a tal o cual ministro de Economía de un país del Este. Por aquel entonces, desembarcaban con mucha frecuencia en sus embajadas de Madrid, llenos de la misma esperanza y ansia de futuro que nosotros, los españoles, exhibíamos diez años antes, en los primeros ochenta, durante el período de despegue democrático y económico que en 1986 nos permitió por fin, junto a los hermanos portugueses, convertirnos en ciudadanos de Europa, de esa Europa que durante tanto tiempo nos había negado. A lo mejor los jóvenes no saben que entonces, en la juventud de sus padres, era muy común oír aquella cosa humillante de “Europa empieza en los Pirineos”.

Mi marido y yo fuimos jóvenes en un país africano. Cumplimos 25 el mismo año de nuestra incorporación a Europa, a una Europa que entonces sólo se llamaba Comunidad Económica Europea, a una Europa que fue creciendo (en territorio, habitantes y ambición) al mismo tiempo que mi antaño pobre país de vacas, miserias e industrias obsoletas. Mi marido y yo pertenecemos por tanto a esa amplísima generación de españoles (nuestros padres tuvieron muchos hijos en los sesenta) que guarda un recuerdo nítido del antes y el después del país que nos parió. Yo recuerdo mi ciudad industrial y sucia consumida por las huelgas y la represión de esas huelgas, y la ausencia de carreteras decentes que unieran unas rías de Galicia con las otras, y también las larguísimas cinco horas de viaje entre Vigo, mi casa, y la aldea orensana de la que venía la familia de mi abuela, a la que llevábamos aceite, conservas, café y bacalao seco comprado en Portugal, nuestra otra patria, el lugar del que venían dos bisabuelos y al que siempre nos gustaba ir de excursión. Mi marido recuerda también la corrala a secas –con baño compartido por varias familias- donde pasó toda su infancia. Mi marido y yo somos hijos de obreros, los primeros de nuestras familias en llegar a la Universidad, y también los primeros jóvenes de nuestras familias en experimentar el orgullo y la esperanza de no ser solo españolitos bajitos, sino ciudadanos de un grupo de países que, si aún no creía del todo en España como país, por lo menos le estaba dando la oportunidad de demostrar su fuerza, la enorme bomba de ilusión y prosperidad que llevaba dentro.

Ahora que ya han pasado 34 años y la vida nos ha regalado dos hijas, mi marido y yo nos henchimos de orgullo viendo cómo ellas han aprovechado al máximo esa juventud suya de ciudadanas europeas. A nosotros nos pilló tarde. Los 25 eran una edad tardía en los ochenta. Pero nuestros sueños sobre Europa se han cumplido en ellas. Ellas han podido estudiar y trabajar en París y en Londres. Tan europeas son que estamos a un tris de tener nietos hispano-italianos, y a nuestra casa han llegado muchas veces chavales checos, irlandeses y, sí, también alemanes y holandeses. Los tulipanes de madera que adornan mi cocina me los trajo M. para agradecerme que la acogiera durante unos días.

¿Entiendes por qué no me puedes negar, Europa? Arráncame a mí o a los italianos o a los portugueses de tu seno, hiéreme como ya heriste a los griegos, y te quedarás desnuda, tan desolada y pobre como los grandes desiertos de arena que tú crees que empiezan aquí, debajo de los Pirineos.

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