Me llamo Esclavitud (Rodríguez Barcia) no por capricho de mi mamá, sino por herencia. Mi abuela se llamaba así, cosa de la que ahora me alegro a mares. ¿A cuántas Esclavitudes conoces tú? Dispongo de una propiedad exclusiva. Tengo para mí sola, o casi sola, un vocablo exótico que me identifica. En la era de las búsquedas SEO, por fin estoy sacando rentabilidad a la etiqueta fea que durante tiempo me fastidió.
Mi nombre incluye además otra ventaja: remite directamente a mi patria galaica. En Padrón, muy cerquita de Santiago de Compostela, hay un pueblo minúsculo llamado Escravitude. Tengo hasta aldea propia, ya ves. Aunque yo no vengo de allí, sino de una ciudad tan caótica como espectacularmente bonita. Soy de Vigo, ciudad en la que vi la luz un domingo de junio de 1961. Fue aquella una jornada asaz calurosa, en la que el Celta dio a mis padres la alegría de ascender a Primera División. Digo yo que será por eso por lo que no me gusta el fútbol: me quitó protagonismo justo el día en que hice mi aparición estelar en el mundo.
Con mis padres detrás, alentándome, crecí rápido. Tenía prisa, como todos los niños, por estrenar zapatos nuevos y correr, cada vez más veloz, del cole al instituto y del instituto a la universidad. Pero en mi destino, además de la velocidad, acabó interviniendo la distancia. La pobre España de los ochenta padecía de escasez de facultades, así que me tuve que ir. Emigré desde el verde esperanza del mar Atlántico hasta la tierra parda de la capital de España. Y de pronto sentí el pavor de verme a mí misma, un día brumoso de octubre, aterrizando en otra galaxia: la Universidad Complutense de Madrid. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi español era un gallego envuelto en vocabulario castellano.
Como mi talento verdadero es la supervivencia, me adapté como un cohete a lo que para mí era Marte. Una vez habituada al correcto uso de esa lengua española que comparto con 500 millones de personas, conseguí licenciarme en Ciencias de la Información. Y a mucha honra. Porque para obtener el título de redactor (que en mi caso me define más que el de periodista) hay que hincar los codos y afilar las neuronas más de lo que se chismorrea por ahí. Pero confieso que donde yo aprendí a escribir de verdad fue en “Faro de Vigo”, un periódico local cuya gloria no consiste en ser el decano de la prensa española, sino en haber musculado la imaginación, la precisión y el vocabulario de los mil y un aprendices que hemos pasado por sus páginas. Jamás he encontrado una escuela de escritura más eficaz que aquella casa en la que a las cinco te pedían que convirtieras la rotura de una tubería callejera en una novela-río, a las siete que resumieras en diez líneas la desbordada crónica de un corresponsal del Baixo Miño, y a las siete y media que te escribieras deprisita, corre-nena-que-el-cierre-manda, una página sobre El Puma, cantor de amplia fama y aún más ampulosa cabellera, visitante de turno de nuestro sin par (éste sí que es un marco incomparable) auditorio municipal de Castrelos.
Los trabajosos veranos que pasé en el “Faro” me dejaron la certeza de que escribir no es un don, sino una habilidad, una técnica adquirida. Tan convencida quedé de ello que aparqué las inseguridades y, aferrada a la Santísima Trinidad del Sujeto-Verbo-Complemento, me di permiso a mí misma para conquistar mi futuro. Que, por cierto, se inició durante un año clave para millones de españoles: 1986. En la primavera, al compás de los primeros calores, me casé, y apenas un suspiro después, treinta y ocho días después, tuvo lugar el acontecimiento que verdaderamente cambió mi vida: junto a todos los españoles y a todos los portugueses, me convertí en ciudadana europea.
Por más que pasen los años, sigo apreciando en lo que valen las dos partes de ese título: ser una ciudadana y ser europea. Me gusta recordar en voz alta que lo soy. Y me da igual que me llamen pesada mis hijas, ubicuas jóvenes para quienes hoy es más fácil trasladarse de Madrid a París o Londres que para mi hace treinta años atracar en Madrid viniendo de mi ría.
Optimista hasta la médula como soy, me molesta que digan que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esa es una insidia perversa, demasiado conservadora. Yo sostengo, más bien, que los tiempos adelantan siempre que es una barbaridad. Y que tiene razón Joseph Nye, el gurú del nuevo liderazgo: mejor subirse a la ola y surfearla que quedarse en la orilla, dejando que la marea te noquee.
Yo me declaro surfera de la nueva era. Por eso aquí me tienes: me crié en el siglo XX, entre polvo de libros, pero no pienso apolillarme, ni mucho menos ahogarme, en la era cibernética. Me mantengo tan entusiasta nadadora como siempre, dispuesta a abrirme a todos los vientos y a aprovechar cualquier corriente. ¡Mírame! Mira mi foto. Mírame y entiende que soy un fabuloso tesoro, la personificación de esa gente tan antigua que aún cree a pies juntillas que nadie puede comunicar bien, con el decoro que receta Cicerón, si antes no ha leído toneladas de clásicos, de los libros en los que todos reconocemos las emociones que nos unen.
La literatura tiene la capacidad de enseñarnos a ver el mundo, de explicarnos el camino de la vida. Yo lo creo así. Creo en el poder de los poetas, de cualquier narrador que empuñe la palabra, o un pincel, o una cámara. La literatura existía antes que el storytelling. La literatura es maestra en esas técnicas de las que hoy presumimos los que nos creemos un poco versados en la cosa de la comunicación.
Yo he sudado mucho. Me he matado a escribir en prensa local y económica, en revistas de publicidad y en la Secretaría de Estado de Comunicación, sita en la mítica fortaleza de Moncloa, sede de los gobiernos de España. He sudado y sufrido tanto, y he visto tantas grietas y trampas, que empiezo a comprender que comunicar con palabras oscuras, ajenas a la vida cotidiana, te lleva directo a la ruina.
Si aceptas mi invitación y me acompañas en este blog, te darás cuenta de que, pese a llamarme Esclavitud, a mí no me gustan los cerrojos ni las cadenas que aprisionan el lenguaje, sino la ligereza y la plenitud del aire fresco. Aquí, en forma de entradas del blog, puedes leer mis artículos. Y, en caso de que quieras más, date un paseo por la página “Mi vida (y la tuya) es un poema”, o por mis dos primeras novelas. Para asegurarte de que te gusta lo que escribo, en este mismo blog tienes acceso a un capítulo de cada obra, lectura a la que también puedes acceder desde escritores.org.
Hasta la vista, querido. Y si eres editor, no te olvides de que, decepcionada por la experiencia de la auto-edición, estaría encantada de publicar mis obras (poemarios, novelas, cuentos) a través de los canales convencionales.
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