Un zafarrancho de limpieza en mi mesa me condujo hace un rato al reencuentro con un tesoro durmiente. Dejé a un lado el trapo polvoriento, y al otro los clips fucsia largamente perdidos, y me senté como pude en el radiador, dispuesta a hojear la joya rescatada. Supongo que busqué de forma inconsciente la postura incómoda, en un último intento por evitar lo que yo ya sabía que iba a pasar: que me iba a embobar. Así fue: el pretendido breve minuto de distracción se me convirtió en degustación literaria. Sin querer, me bebí de un trago todo el humor y la irreverencia que Tom Wolfe vertió en La palabra pintada.
Si lees a Wolfe, acabas pillando el quid de uno de los más grandes misterios del siglo XX: por qué es arte el tiburón nadando en formol que Damien Hirst vendió por una suma fabulosa hace apenas media década.
“La más hermosa flor del arte del siglo XX es la Teoría del Arte”, sentencia Wolfe en La palabra pintada. Cien páginas le bastan para narrar con precisa exactitud cómo surgió “el moderno arte” de teorizar sobre el arte. El libro parte de esta íntima confesión del autor: “Francamente, sin una teoría que lo acompañe, hoy no puedo ver un cuadro”.
Explica el maestro Wolfe que, cien años antes de hoy, la Teoría del Arte era una simple referencia, pero que la cosa cambió radicalmente cuando Cultuburgo, tout le monde, decidió que lo más opuesto al arte burgués -al arte literario, que contaba cosas- era el arte por el arte, el arte entregado exclusivamente a la forma y el color. Surgió entonces la necesidad de explicar esa nueva visión del mundo: “¿Dices que esa Taza, plato y cucharilla cubiertos de pelo que ha hecho Meret Oppenheim es un ejemplo del principio surrealista del desplazamiento? ¿Dices que la índole de uno de los materiales, el pelo, ha sido impuesta a la forma de las otras, porcelana y cubertería china, con objeto de separar tacto, gusto y vista en tres compartimentos de nuestro subconsciente?”
Nunca deja de asombrarme cómo el padre del Nuevo Periodismo convierte los productos y pensamientos más sofisticados en naderías sin sentido. Lo hizo en La hoguera de las vanidades, una novela que ya en los 80, en plena fiebre del oro, se permitía rebajar la categoría de los bonos financieros a “miguitas, cariño”, miguitas que se van desprendiendo de un pastel muy grande que pasa de mano en mano. Y todavía me da la risa al acordarme de Bloody Miami, su última novela, una narración descacharrante en la que utiliza la figura de Néstor, un policía de origen cubano, para echar por tierra el supuesto prestigio que el español tiene entre los hispanos de la América de arriba.
Tom Wolfe es un hombre atildado. En las entrevistas y en las solapas de sus libros le vemos posar hecho siempre un pincel, con traje de tres piezas y corbata, como si fuera el hombre más serio y formal del mundo. Pero, cuando termines de leer uno de sus libros, fíjate bien en su sonrisa. A mí me resulta clavadita a la de la Mona Lisa.