
“Juanito Laguna”, un personaje que el pintor argentino Antonio Berni usó reiteradamente en sus obras para retratar la miseria.
La falta de decorum de los políticos les lleva a construir palabras-barricada, vocablos a los que despojan de su significado real y, así vaciados, les sirven para construir un parapeto contra el que se estrelle cualquier intento de cambio social. “Desigualdad” es una de esas palabras vacías, quizá la más importante. Es la que Robert Shiller llevó a primera plana cuando en 2013 le concedieron el Premio Nobel de Economía, y también la que ha convertido en estrella mediática a Thomas Pikkety y su voluminoso El capital en el siglo XXI.
Dicen los economistas que un cierto grado de desigualdad es sano, puesto que fomenta la competencia y el trabajo duro. Pero el problema surge cuando esa desigualdad se intensifica de tal modo, como en la crisis de 2007-2013, que los ciudadanos pierden su fe en el sistema. La desigualdad sería así la mayor amenaza que cabe imaginar contra la democracia.
El mismo día en que se supo galardonado, Shiller aseguró que uno de los grandes problemas del mundo “no son las crisis financieras, sino el aumento de la desigualdad económica”. En una rueda de prensa improvisada en Yale, su universidad, explicó que la desigualdad “ha empeorado en las últimas décadas”, pero también que tiene algunas soluciones desde una perspectiva financiera, debido a que las finanzas disponen de herramientas para “el manejo de riesgos”. Esas herramientas, entre las que figura nuestro “mejorado entendimiento del precio de los activos”, pueden ser democráticas y útiles para la “gente común”. Lo que es preciso -insistió Shiller- es comenzar a discutir maneras de solucionar la desigualdad y no esperar a que el problema crezca aún más.
En su libro El nuevo orden financiero: riesgos en el siglo XXI, Shiller propone la creación de un denominado “seguro de desigualdad”. El seguro de desigualdad obligaría a los gobiernos a trazar planes destinados a conseguir que los impuestos se incrementaran automáticamente para las personas con mayores ingresos , en caso de que hubiera una acentuación significativa en las diferencias de la distribución de las rentas. “Al igual que uno debe asegurarse contra incendios antes y no después de que se queme la casa, tenemos que abordar el riesgo de desigualdad antes de que empeore y cree una poderosa clase nueva de gente rica y con derechos que use su poder para consolidar sus ganancias”, advierte.
En El capital en el siglo XXI, Thomas Pikkety propone un impuesto mundial y progresivo sobre la riqueza. “Un impuesto global al capital no debe esperar a un gobierno mundial”, ha llegado a decir en la prensa. Los datos económicos que recoge en su obra, referidos a los últimos 25o años, demuestran que se produce una concentración constante del aumento de la riqueza, cosa que no se autocorrige .“El capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles y arbitrarias, poniendo radicalmente en cuestión los valores meritocráticos en que se basan las sociedades democráticas».
Shiller y Pikkety son sólo los dos ejemplos más recientes de economistas que proponen una solución al invasivo crecimiento de la desigualdad. La prensa generalista y económica les ha concedido grandes espacios para que explicaran sus propuestas. Tal despliegue mediático nos ha ayudado a los ciudadanos de a pie a entender cuál era la dimensión real de un vocablo que, hasta hace no mucho, casi identificábamos sólo con la división entre países ricos y pobres, o con la población marginal atrapada en las megalópolis de las naciones en desarrollo. Fue la profunda crisis que se inició en el 2007, y el abrumador nivel de paro que generó, lo que trajo el término al centro de nuestras vidas y lo puso en boca de los políticos.
Hace ya un tiempo que a los sacerdotes de los mítines se les llena la boca con aquello tan bonito de que para combatir la desigualdad hay que diseñar políticas activas de empleo, y profundizar el diálogo social, y combatir los monopolios, y hasta echan mano de las propuestas de Shiller y Pikkety… Sin embargo, yo no sé si ellos -los decidores de palabras lindas- se dan cuenta de algo que para la gente normal, para los que cogemos el metro o damos clase, es evidente: que la desigualdad no es sólo una diferencia en los niveles de renta, sino también la disparidad en el acceso a determinados servicios y determinadas fuentes de riqueza. Quiero decir que nacer en un entorno pobre, o de contratos precarios, o de paro prolongado de los padres, dificulta que un buen estudiante, pese a asistir a una escuela y una universidad públicas de altísima calidad, tenga las mismas oportunidades que un estudiante de familia acomodada. El estudiante con pocos medios dispondrá de menos horas para el estudio (probablemente tenga que cuidar de un mayor o un hermano, o hacer algún trabajo doméstico), también de menos oportunidades de acceder a formaciones complementarias como los idiomas, y a veces de ninguna posibilidad de que su familia pueda pagar el enganche a Internet.
La política está hecha de la versión grande y pequeña de las palabras. De la Desigualdad con mayúsculas que denuncian los grandes economistas de nuestro tiempo, pero también de las pequeñas desigualdades minúsculas de todos los días, de esas minucias tan difíciles de ver -y de nombrar- desde las alturas de un atril.