“-Tienes que dejar muy claro por qué hemos elegido Trives para presentar los candidatos a las elecciones autonómicas y municipales.
Con una libreta de Hello Kitty apretada contra la parte de abajo de sus poderosos senos, más un dedito admonitorio casi a punto de rozar la frente de Juan, Lina Enciso imparte doctrina, o más bien pretende impartir doctrina, al joven secretario de Organización del PSD. Juan Lastra aguanta con una sonrisa beatífica las lecciones de la Señorita Institutriz, personada en Puebla de Trives “en razón de mi cargo como portavoz de Cultura del partido.”
-Pues no lo entiendo, Lina. Vienes porque te apetece, porque ya me dirás… – argumenta Juan.
-Por Carlos Bolarque, bobo. Por Carlitos vengo. ¿O es que no sabes que tu ministro de Cultura es de aquí?
-De aquí, no. De una aldea de Cabeza de Manzaneda.
-Claro. Que queda ahí mismo, subiendo todo derechito hasta llegar a la estación de esquí –ríe Lina, señalando el imaginario trayecto hasta lo alto del monte.
-Ya. Bueno, pues vale. Vienes a dejarte ver al lado de Bolarque, ¿no es eso?
-Vengo a trabajar por mi partido, bonico. Igual que tú. Por cierto, tenéis que hablar de las nuevas exenciones fiscales al mecenazgo, que para eso me las he currado. Y también…
Hipnotizada por el dedo-batuta de Lina, que sigue marcando el compás arriba y abajo, Rosa lleva un buen rato clavada en el mismo sitio, fastidiando a los obreros que dan los últimos toques al escenario. Ni siquiera se da cuenta de que es un estorbo. Está demasiado absorta en su propia estupefacción. “No puedo con esto. ¿Por qué Juan no le salta al cuello y la pone en su sitio?”, se pregunta Rosa, aunque sabe de antemano que la respuesta de su marido será algo así como un “déjala que se confíe; ya se la devolveré centuplicada y sin que sepa de dónde le cae la hostia.”
Como periodista cultural de uno de los diarios más importantes del país, Rosa conoce perfectamente a Lina Enciso. Más que conocerla, la sufre. La sufre de continuo. En los actos académicos, en las presentaciones de libros, en los estrenos de cine o de teatro, allí está siempre la Enciso, la cargante, charlatana y siempre empalagosa portavoz de Cultura del PSD. Para decirlo de una vez, Rosa no soporta a Lina. Esta mujer de omnipresentes y aún turgentes tetas es un espejo reflector de lo que ella más odia: la simpatía impostada, la cobardía disfrazada de ímpetu, la pedantería envuelta en la más falsa de las modestias y…
Una mona. Lina es una mona. La más macaca de las macacas, en una tribu de macacos.
“Uh, uh, uh. Eso es lo único que sabe hacer, la mandrila ésta. Pero vas de culo, guapa. Vas de culo si esperas que yo te haga la pelota para que tú le hagas la pelota a mi marido”. Huy, qué va. Ni de coña. A tanto no llega la entrega conyugal de Rosa. Ni hablar de la peluca. La hija de Esmeralda Montalbán y el coronel Pedro Castro no tiene ni la más mínima intención de componer en su cara el gesto de hipócrita simpatía que en ese mismo momento está reprochando a la más Pechugona de las Pechugonas. Porque encima la tía va de dulce, de delicada damisela guardiana de los modales exquisitos. Tan digna como se cree, “¡y se le escapa la maldad por esas greñas de Cruella de Vil!”
Si Lina Enciso hubiera podido leer realmente la mente de Rosa (ojo, ¿eh?, que en las reuniones de partido solía presumir de que era capaz de adelantarse al pensamiento de los votantes), la muy ínclita e ilustre representante del PSD se hubiera encogido de hombros y hubiera tildado a la nena de Esmeralda de “chiquita”, o de “bonita”, o de “cariño, corazón, hay qué ver cómo eres”. Lina Enciso es ciega y sorda a cualquier opinión o inteligencia que no sea la suya. Y los pelos (perdón, cabellos) que a Rosa le parecen de Cruella de Vil, son para ella el no va más del charme, el glamour y la distinción.
Lina (que en realidad se llama Isolina María del Dulce Nombre) tiene cuarenta y dos años y un breve puñado de canas, tercamente juntas, apretadas en un único mechón blanco; lo portentoso es que las ostenta dentro de una cabellera oscura y cuadrada, tan tiesa como uno de los corsés que salen en Lo que el viento se llevó.
El pelo de Lina semeja una peluca rebanada a la altura del mentón, una funda que, además, ella subraya con una generosa y muy marcada raya al lado.
El adorno de pelo blanco no estaba en la cabellera de Lina cuatro años atrás. No estaban ni el mechón ni el cargo. Cuando Rosa conoció a la Enciso, la ahora portavoz de Cultura era una periodista más, integrada en los servicios de prensa del PSD.
¿Cómo había conseguido Lina en cuatro años pasar de simple redactorcilla a encargarse, en el Parlamento, de expresar las opiniones de su partido en materia de cultura? Rosa no creía el rumor de la particular amistad del Ministro de la Presidencia con la dicharachera Lina. No. Esa es una de las típicas cosas que pasan en las novelas de Esmeralda, pero no en la realidad. Estaba segura de que todo era más sencillo y bastante menos literario: Lina, simplemente, tenía una jeta de aúpa. No se le caían los anillos por apropiarse con todo el desparpajo del mundo de los éxitos ajenos.
Rosa sabía que, gracias a los recovecos de la burocracia de partido, el asunto de ponerse medallas falsas era sumamente fácil. Como miembro de la estructura de prensa del PSD, Lina recibía en su oficina cuestionarios y peticiones de artículos que debían estar firmados por el Presidente del Ejecutivo pero que, evidentemente, no habían sido escritos por el hombre más ocupado y con más responsabilidades del país. Lina enviaba esas peticiones a los escritores contratados por el Gobierno y, gracias al anonimato que debe rodear todo el proceso, la señorita Enciso tenía las manos libres para hacer correr la historia de que era ella la negra del Gran Jefe, su escritora fantasma, como dicen los americanos. En Estados Unidos o en Francia, donde los escritores contratados tienen todo el reconocimiento público de la máxima autoridad del Estado o del Gobierno, estafas intelectuales como las que Lina perpetraba diariamente no hubieran sido posibles, pero en España… Un país que jalea y reelige a los corruptos, cómo no va a permitir la corrupcioncilla menor, ¡una bagatela!, de negar no sólo la autoría de lo que ha pensado o escrito otro, sino la mera existencia de profesionales encargados de poner orden en las cosas que escribe o discursea el Presidente… ¡Por favor, por favor, ni que tuviera algo importante que decir el tío o la tía que nos lleva las riendas de la casa común que es el Estado!
-Cuac-cuac-cuac, Juanito. ¿Me entiendes? Ten en cuenta que cuac-cuac-cuac, porque si no cuac-cuac-cuac y se nos jodió el invento y perdemos las elecciones.
Suena a pato, la tal Lina. Al neo-lenguaje vacío que Orwell describe en 1984, esa novela que enseña las tripas de los pensamientos totalitarios, de todas las sectas que en el mundo serán y han sido. Seguro que Lina es capaz de decir firme y claramente que 1984 es la gran novela del siglo XXI, la que nos indica que hay que escapar a la vigilancia del Gran Hermano. Pero, ¡jua!, todo impostura, claro. Si de verdad la hubiera leído no se atrevería a hablar con esa sarta de lugares comunes que no se le caen de la boca…
-Cuac-cuac-cuac. Cloc-cloc-cloc.
¡Pato, gallina, mona! Esta tipa se las trae. Mayday, mayday, por favor. ¡Socorro!
Socorro, pero Rosa no se mueve. Está fascinada por esta tía que parece impermeable a la mirada de Juan. ¿Pero no se dará cuenta de que su colega de partido la mira con toneladas de condescendencia, con el mismo paternalismo con el que miraría a un bebe chillón contra el que sólo cabe paciencia? Dos minutos, tres, cuatro, cinco… y ahí sigue la cuarentona de los ojos maquillados a lo oso panda, tan incombustible al desaliento como a los topicazos que no para de verter por esa boca suya… ¿operada? Operada, sí, que la imagen del pato no ha llegado a la cabeza de Rosa por casualidad. ¡Y encima mira lo que intenta, la fea esta de los cojones! Pese a toda la sarta de idioteces que larga, no se desconcentra de su otra tarea: menear el par de descaradísimas pechugas (¿estarán operadas también?) ante la perfecta mandíbula y la elegante nariz romana de Juan Lastra. Por Dios, qué asco. Menos mal que el secretario de Organización del PSD, tan dado a inclinar su cuerpo hacia los demás, mantiene por una vez, excepcionalmente, una rígida postura vertical. “Tiene miedo de que le golpeen esas perolas”, piensa Rosa, aliviada al comprobar la dignidad de Juan y más dispuesta ahora que nunca a divertirse como sea, a pasar gloriosamente esta jornada que ya le ha dado la alegría, en el coche, de rescatar a un Juan que creía perdido, al Juan que antes no tenía empacho en reírse de los tics que hacen ridícula a la gente del partido. “Los de mi secta quieren…”, recuerda Rosa que decía Juan, tiempo atrás. Juan, que hubo un tiempo en que leyó atentamente 1984 y se encargaba de alejar cuidadosamente de su discurso todos los cuac-cuac, todas las palabras comadreja, vacías de significado.”
(Fragmento de la novela Un rumor que no se va. Si eres editor y te interesa, ponte en contacto con maescla@hotmail.es)