Gobernar un país es, sobre todo, una cuestión de palabra.
Obama fue ejemplo de cómo la política puede levantar en armas el alma de todo un planeta. Por eso este 20 de enero, este nefasto día en el que lamentamos que Trump ya lleve un año en el poder, me niego a transcribir aquí, en este privado espacio mío y vuestro, los ladridos que las teles y las radios llevan horas repitiendo. Prefiero hacer hueco a la audacia de la esperanza y soñar con intensidad, con el mismo impetuoso aliento de todos esos dreamers que tienen la misma edad y ojos oscuros que mis hijas.
Recemos todos, invocando en voz alta la llamada final de todos los discursos que en 2008 llevaron a Obama a la presidencia de ese país orgullosamente llamado Estados Unidos:
“Sí, podemos cambiar.
Sí, podemos reconciliar esta nación.
Sí, podemos arreglar este mundo.
Sí, podemos apoderarnos de nuestro futuro”.
Apostaría todo lo que tengo (ilusiones, eso es todo; pero, ¿y qué?) a que el presidente que el 20 de enero del 2009 llenó el mundo de esperanza conocía de memoria estos versos de Walt Whitman:
“Canto la canción del crecimiento y del orgullo.
(Ya nos hemos arrastrado y escondido bastante).
¿Has sobrepasado a todos?
¿Eres tú el Presidente?
Pues eso no es nada… una bagatela.
Cualquiera puede ser Presidente.”