Cuando un político habla,
no le escucho.
Me sobra el sobado discurso,
su consabido disgusto.
Pero tengo un oído excelente.
Cuando un político habla,
escudriño sus sentencias,
investigo su cadencia.
Brusco gravitas, potestas,
el hombre que surge
entre las ordinarias carencias.
Mi oído desprecia el murmullo,
la oquedad farfullada.
Pero se abre y despliega,
profunda reverencia,
cuando abraza
el ritmo fluido, el verso que llueve,
el clamor que despierta
el de los ojos abiertos,
ese de quien quizá, por qué no,
casi diría ¡me fío!