Qué nos dicen de verdad los cuentos de hadas

Los cuentos de hadas son un espejo mágico: reflejan los conflictos internos que todos los niños del mundo deben atravesar para alcanzar la madurez. Privar a los chiquillos de este tipo de historias, y sustituirlos por cuentos llenos de moralina y explícitas moralejas, es tan grave como privarlos del  juego y de la luz. Eso afirma Bruno Bettelheim en “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”(*), un ensayo que te hace entender  la fascinación de todos, seamos chiquillos o adultos, ante “Cenicienta”, “Caperucita Roja”, “Blancanieves”, “Hansel y Grettel” o “La Bella y la Bestia”.

Tenía yo ganas de encontrar a alguien capaz de explicarme mi propia indignación ante esas mujeres que se creen muy feministas por el hecho de condenar este tipo de relatos. El doctor Bettelheim es el Príncipe de mis sueños, el hombre que me ha contado que esas brutales y sangrientas leyendas que los ignorantes toman por ñoñas son la cosa más educativa, e incluso feminista, que te puedas echar a la cara. Un ejemplo a cuenta del cuento más popular del mundo: resulta que Cenicienta y su huida del palacio de su amado a medianoche no es un acto de cobardía, del miedo que algunos atribuyen a las damiselas, sino de respeto hacia sí misma; ella, que tantas penalidades ha pasado para encontrar su propia identidad, lo que quiere con esa fuga es que él, el caballero que aparenta ser Guapísimo y Encantador, salga a buscarla para encontrarla entre el hollín, con su real aspecto de todos los días, o sea, harapienta y con todas sus suciedades y defectos al aire. Desea ser elegida por lo que es ella misma, y no por su aspecto majestuoso e híper-chic de un momento dado.

“Los cuentos actúan tanto a nivel consciente como inconsciente”, señala Bettelheim, de ahí que el detalle que tiene el príncipe de ofrecer una hermosa y diminuta zapatilla para el pie de Cenicienta sea una lección sexual, similar a la que los contrayentes asumen cuando, en la cultura occidental, él y ella introducen su dedo anular en el anillo que el otro les ofrece. Subyugados por la aventura de Cenicienta, los niños asumen tanto la belleza que en un futuro el sexo traerá a sus vidas, como la lógica de la rivalidad fraterna o la necesidad de que, para ser un adulto completo, y verdaderamente hermoso, tus padres no te inunden de mimos, como ocurre con las malvadas, feas y caprichosas hermanastras del cuento que mis hijas, quizá las tuyas, me exigían que les contara una y otra vez cuando tocaba irse a dormir.

Los niños piden que les contemos un determinado cuento de hadas tropecientas veces porque los verdaderos cuentos de hadas son muy densos; están tan llenos de significados secretos que hace falta mucha escucha, una intensa atención, para sacarles toda la sustancia. Muchos niños se empeñan en que se les repita un cuento -ese cuento, y no otro- porque tienen una necesidad imperiosa de oírlo; porque les alivia; porque es ese cuento, precisamente ese cuento, el único capaz de explicarles cómo se sale del sufrimiento que ellos tienen, del conflicto que para ellos es el gran dolor de su vida. Porque los niños sufren, ¿verdad? ¿O esto también es un cuento retrógrado que circula por ahí?

Los cuentos tradicionales son salvavidas para nuestros niños. El “comieron perdices y vivieron felices para siempre”, ese final feliz que quienes se las dan de modernos tanto ridiculizan, es la llave de la seguridad emocional que proporcionan. Por mucho que el héroe siempre avance en solitario mientras lucha con alguna bruja, fiera u ogro, los cuentos de hadas siempre terminan bien porque su función es dar seguridad. Bettelheim subraya que las historias verdaderamente ñoñas y dañinas son precisamente aquellas, tan de moda en la literatura infantil moderna, en las que no se mencionan ni la muerte ni el envejecimiento ni la violencia ni los ardides que a veces hay que utilizar para salir adelante en la vida. Esos relatos que muchos padres consideran positivos y éticos y perfectos y súper-cool  no calan en el inconsciente del niño. Quizá le distraigan un rato, pero no le otorgan la certeza de que un héroe es cualquiera de nosotros, cualquiera que en un momento de su vida se halle perdido o abandonado y, sin embargo, por mucho que se muera de miedo, lucha para seguir adelante, a menudo con ayuda de los demás (simbolizados en los pajarillos del bosque, los duendes, las hadas madrinas).

Imagen de Gustave Courbet

Imagen de Gustave Courbet

El tema central de todos los cuentos de hadas es el renacer del héroe, su paso a un estadio de conciencia superior. Después de una serie de pruebas que funcionan como rito de iniciación, Hansel y Grettel superan su pobreza, Caperucita Roja resiste a la seducción del lobo y se convierte en una mujer, y la Bella Durmiente deja atrás el período de introspección (¡ese sueño de cien años!) que caracteriza a la adolescencia y despierta así a la vida adulta. Todos los cuentos de hadas cuentan una y otra vez qué tiene que hacer un niño para atravesar la infancia y hacerse dueño de su identidad. Los cuentos siembran miguitas que los críos siguen con extrema atención y una perspicacia que a menudo escapa al ojo de los mayores. Por ejemplo, ningún muchachuelo o doncella dejará de intuir que, cuando se cuenta el relato bíblico de Jonás y la Ballena (un verdadero cuento de hadas, según Bettelheim), lo que se está haciendo es ofrecerle una prueba de que los terrores de la infancia son la antesala necesaria para asumir la vida plena de un adulto.

El unánime corazón de la humanidad late al compás de los mismos problemas tanto en el Polo como en Madagascar, de ahí que los cuentos tradicionales de una cultura tengan siempre su equivalente en las culturas más lejanas, y de ahí también que no exista una única versión de los cuentos más populares, sino mil y una variaciones que corresponden a las mil y una veces que la misma historia ha sido re-elaborada de forma oral a lo largo de los siglos.

Los cuentos de hadas están llenos de símbolos y referencias culturales, pero son, sobre todo, magia, una dosis de consuelo que debe germinar por sí sola en el alma de los chiquillos que criamos. El doctor Bettelheim insiste en que jamás de los jamases se nos ocurra explicarles a nuestros hijos el significado de un determinado cuento de hadas. Los cuentos –advierte- no son una experiencia intelectual, sino emotiva, tan profundamente ligada al inconsciente que debemos dejar que sean los propios pequeños los que, según su grado de madurez, vayan asimilando aquellos elementos del cuento que su alma necesite para conjurar los miedos que en ese momento experimente. A los cinco años vivirá el cuento de una manera, y a los siete de otra, y así debe ser sin que nadie controle que asimila o deja de asimilar.

Dice Bettelheim que Charles Dickens despreciaba a quienes censuran, condenan o se ríen de los cuentos de hadas. Unámonos pues, a Dickens, y formulemos una maldición (¡Qué caiga sobre ellos un enjambre de hadas perversas!) que castigue a los pedantes, pedantas y pedantos que no entienden de magia ni de perdices ni de zapatitos de cristal.

(*)Bettelheim, Bruno, “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”, Booket Crítica (Planeta), Barcelona, 1977.

Acerca de Esclavitud Rodríguez Barcia

Periodista y escritora, autora de las novelas "Un rumor que no se va" y "Nunca más tu sombra junto a mi". Ha trabajado como consejera técnica en la Secretaría de Estado de Comunicación (España) y formó parte del equipo fundador de Inversor Ediciones. Redactora en prensa económica y creatividad publicitaria. Nació en Vigo en 1961. Es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y Máster en Comunidades Europeas por la Escuela Diplomática de Madrid.
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