
Los “brotes verdes” de la ministra Elena Salgado resultaron ser una ensoñación tan romántica como la que nos regala el pintor húngaro Pal Szinyei Merse en este cuadro, titulado “Golondrina”.
La mano invisible de Adam Smith (el mecanismo que supuestamente regula de forma automática la economía) es no sólo la gran metáfora inaugural de esa ciencia, sino una impresionante “metáfora viva”, es decir, un tipo de imagen, de comparación o como si, a la que los lingüistas atribuyen la capacidad de crear pensamientos nuevos.
El lenguaje económico nos regala un caudal inagotable de metáforas.
Las metáforas vivas son el reino habitual de los poetas, pero a veces también vemos cómo estalla su fuerza, la chispa genial, en el artículo de un economista, en alguna pancarta, o incluso en los labios de un alto cargo del Fondo Monetario Internacional (FMI). Me tiene todavía boquiabierto eso que leí en una columna de que determinada política tiene “tan poco que ver con los recientes éxitos económicos como la natalidad con el número de cigüeñas”. Y qué decir del exabrupto de papel que vimos portar a un manifestante frente al Parlamento portugués: “Austerity kills” (“La austeridad mata”). Tampoco he olvidado que en junio de 2012 me quedé admirada ante la gráfica imagen que usó Oliver Blanchard, economista jefe del FMI, a propósito de la austeridad que Alemania propugna para Europa. “Es como conducir la economía pisando el freno”, dejó caer el alto funcionario.
En el lenguaje económico, las metáforas vivas generan una extraordinaria rentabilidad inicial. Todos nos entendemos mejor cuando a alguien se le ocurre la mágica imagen que todo lo aclara. Los ministros de Economía lo saben, y por ello se esfuerzan cuanto pueden por enhebrar palabras como espadas. En España, la ministra Elena Salgado nos dejó en herencia sus famosos “brotes verdes”, y el ministro Guindos sembró por ahí la imagen (sospecho que voluntariamente insidiosa y ambigua) de que la reactivación post-crisis es una delicada “flor de invernadero”.
El mar de la noche está lleno de poéticas olas plateadas, el cuerpo de la mujer es una guitarra, todos los hombres llevan sable y la economía está llena de plantas que se mustian o florecen.
A los humanos, ya ven, nos encanta entender el mundo a través de los ojos, no de la abstracción. Por eso la economía rebosa de imágenes llenas de fuerza. Pero las metáforas económicas y financieras, igual que las de cualquier campo, son seres vivos. Nacen, se expanden, conquistan territorio y mueren… de éxito; se transforman en lo que el filósofo Emmanuel Lizcano llama “zombis” y los lingüistas etiquetan como “metáforas muertas”.
Las zombis serían esas metáforas que habitan entre nosotros, perdidas en el circuito de la banalidad y los lugares comunes, y que en el mejor de los casos manejamos sin reparar en ellas, de modo que a menudo ya sólo sirven como eufemismo o como generadoras de confusión y malentendidos. Una metáfora zombi o muerta no crea nada, no levanta otro oleaje que el de la indiferencia o, en el mejor de los casos, de la indignación ciudadana. Sin embargo, una metáfora viva susurra una verdad.
Una metáfora viva siempre habla más alto, más lejos y más profundamente que el lenguaje oficial. Surge la chispa de la metáfora viva cuando el uruguayo Mario Benedetti escribe “mi única noción de patria/ es esta urgencia de decir nosotros”, pero también cuando el presidente Rooselvet pone entre él y los ciudadanos la expresión New Deal.
Lástima que las palabras se gasten tan pronto. Lástima que el lenguaje económico sea una moneda tan devaluable. Que corra el riesgo –como decía Fiedrich Von Hayek- de llenarse de “palabras comadreja”.
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