Feliz semana, esta que empieza sin desayunar monstruos al enchufar la radio (yo soy muy antigua y aún la pongo nada más levantarme). Ya hemos tenido suficiente con la victoria del Trump y del Brexit. Por fin, ayer, el aire se cargó de futuro. Siento la victoria de Macron contra Le Pen, en las elecciones presidenciales francesas, como la mía propia. Por obvias razones anti-nazis, pero también porque para mi generación Europa era un sueño. Y Macron, aunque demasiado poco progresista para mi gusto, nos devuelve la imagen de esa Europa idílica -un refugio de paz, democracia y prosperidad- que moldeó nuestra juventud.
Yo ya tenía 25 años cuando todos los españoles y todos los portugueses conseguimos, juntos, ser ciudadanos de primera división en el mundo desarrollado. Antes de pertenecer a Europa, a los que vivíamos por debajo de los Pirineos se nos trataba como a los enanos Epsilon (cortitos de todo, de cerebro y estatura) que Aldous Huxley retrata en la novela “Un mundo feliz”. Para la gente de mi generación, que la gente color leche del Centro y Norte aceptara a los morenos del Sur equivalía a convertirnos en machos y hembras Alfa, en socios de la comunidad humana más próspera y en apariencia más civilizada del planeta Tierra.
Mis hijas me miran con cara de aburrimiento cuando les cuento (por enésima vez, eso es cierto) que el país de mi juventud estaba plagado de obras públicas presididas por un cartelito que decía: “Financiado con fondos de la Comunidad Económica Europea”. Ellas — y los que tienen diez, quince o veinte años más que ellas– no alcanzan a comprender lo que Europa significó para mi viejo país de vacas y cebadas. Y me da rabia. Me gustaría ser capaz de explicarselo, de que palparan el abismo que nos separaba de esa Francia que a punto ha estado de rearmar a los racistas. Pero se me acaba de ocurrir… ¿Y si les cuento que Europa era para nosotros como el muro de Juego de Tronos, el muro que te pone a salvo de todos los terrores del invierno?
¿Os parece que funcionará, esa metáfora?