Anhelo una lluvia de palabras saladas y densas, llenas de furia. “Temporal”, por ejemplo.
El temporal estalla cuando la ira de cielo y mar arrecian juntas, unidas.
El temporal es lo que deseo que caiga sobre esos gobiernos que se permiten decretar que el separatismo es ideal, o abrumar a los ciudadanos con sentimentalismos vacíos de razones. Los líderes de esos gobiernos saben perfectamente que la política no es una ciencia exacta, sino un arte literario. Lo saben y por eso manejan a la ciudadanía como a infantiles lectores, jugando a la idílica promesa de los días soleados, eternamente claros, que sus bonitas palabras han de traer.
En Galicia, la tierra-mar de donde vengo, los inviernos suelen vivirse entre temporales sobrecogedores. Produce pavor y asombro ver el rayo que parte el cielo y el agua de abajo que asciende hasta fundirse con la de arriba. Cielo y océano en uno. Uno no puede dejar de asombrarse y admirar esta ira revuelta de mar y cielo, esta furia que limpia el mundo y desemboca en días de verdad claros, en verdad fructíferos.
¡Temporal!
Quisiera yo un temporal cayendo, higiénico, sobre los gobiernos afectos a la cursilería de las palabras siempre anticiclónicas.
¡Quisiera un temporal para el lenguaje político! Un temporal que bote afuera lo que está oculto.