A nuestro modo, los ciudadanos siempre hacemos política. Todo el tiempo y a propósito de todo. En eso consiste la vida en sociedad: en el ejercicio de la política. Cuando escribimos en Twitter o en un blog, o cuando comentamos en el bar lo que ayer dijo Fulano o Mengano, lo que estamos haciendo es política. Yo creo que el anarquismo no existe. A no ser, claro, que uno sea un eremita perdido en las divinas alturas de una montaña solitaria.
Cuando se habla o se escribe, se hace política, así que, compañeros, ciudadanos todos, ¡a las palabras! En la era de la comunicación permanente, las palabras son las nuevas barricadas.
Enarbolemos la palabras para exigir retórica de la buena, no de la hueca. Reclamemos de los políticos palabras surgidas de una negociación entre lo real y lo ideal, entre mis necesidades y tus intereses, compañero. Cualquiera que dedique unos minutos diarios a cultivar su perfil profesional en las redes sabe que la buena retórica, la que contiene palabras que funcionan, está hecha con mimbres muy antiguos: con lo que Cicerón llamaba decorum, es decir, la capacidad de decir lo más adecuado a cada ocasión.
Que cada momento, cada circunstancia y cada auditorio requiere un tratamiento es algo de lo que a menudo se olvidan nuestros políticos. Nos sueltan su discurso (el que los hace parecer guapos frente a los horcos de los otros partidos), sin pensar en nuestro discurso, en lo que a nosotros verdaderamente nos gustaría oír, a fin de soñar con un futuro más pródigo en pequeños bienestares cotidianos. Se les olvida que la política -la vida en sociedad- es una negociación como otra cualquiera: un intercambio de argumentos en el que no podemos marcarnos faroles elefantíacos, a no ser que queramos perder todo nuestro prestigio.
“El que no es capaz de decir nada con tranquilidad, nada con suavidad, nada introduciendo clasificaciones, definiciones y distinciones, nada con encanto (…), dará la impresión de ser un loco en medio de personas sensatas y de, por así decir, andar borracho tambaleándose en medio de sobrios” (1), advirtió hace la torta de siglos Ciceron, maestro de oradores. Algo de razón debe tener el romano, cuando una tropa de eruditos se ha dedicado los últimos centenares de años a decir lo mismo con otro envoltorio. Baltasar Gracián lo expresó así: “Es importante para la prudencia no hablar con superlativos, para no faltar a la verdad y para no deslucir la propia cordura”(2).
Yo, ciudadana, estoy harta de operetas y representaciones hechas a escala del eslogan, el lema de campaña y la frase feliz que permitirá al Príncipe Valiente salir diez segundos en el telediario. Así no va a ganar la batalla que está librando por mí. Por mi voto y por mi futuro. El fuego fatuo de la retórica política ya no me calienta. Al contrario. Se me congela la esperanza cuando oigo frases-cohete. Ya no me hacen flash, sino flush. Y me deprime y decepciona que los políticos no caigan en la cuenta de que Internet ha generalizado de tal manera el teatro de lo breve, de lo fragmentado, de lo superficial, que el show político, la política entendida como espectáculo, pierde sentido.
Estoy tan cansada que propongo escuchar a algunos sabios, para que nos ayuden a construir nuestras propias palabras-barricada. Desigualdad es la primera que creo que deberíamos empuñar, tal como hizo en 2013 el estadounidense Robert Shiller, ganador ese año del Nobel de Economía en razón de sus estudios sobre el comportamiento del precio de los activos financieros. Es un estudioso de los demoníacos mercados pero denuncia la desigualdad. Curioso, ¿verdad? En el apunte de mañana hablaremos de eso. ¿Nos vemos?
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(1)Cicerón, “El orador”, Alianza Editorial, Clásicos de Grecia y Roma, Madrid, 2004, pág. 70.
(2)Gracián, Baltasar, “El arte de la prudencia. Oráculo manual”, Temas de Hoy (Edición de José Ignacio Diez Fernández, Madrid, 1993, página 24.