Virginia Woolf condena la literatura femenina

Van Gogh

No existe la literatura femenina, por más que a muchos hombres, y a demasiadas mujeres, se les llene la boca con esa etiqueta. Lo que existen son novelas (malas) escritas por ciertas mujeres y destinadas a cierto tipo de mujeres, del mismo modo que también campean por ahí muchas novelas (malas) escritas por ciertos hombres pensando en los estereotipos para hombres. La verdadera  Literatura,  la Literatura con mayúscula, “es andrógina”, sostuvo Virginia Woolf, hace ya un siglo, en Una habitación propia,  el ensayo quizá  más mítico de toda la biblioteca feminista.

Por mítico, ese texto quizá también sea  uno de los más baboseados por toda la legión de escribidores y plumillas que andamos por el mundo. Durante años yo leí un montón de citas y refritos sobre Una habitación propia. Pero nunca me había zambullido de primera mano en el Padrenuestro que una de las santas más veneradas del Credo Feminista dejó en herencia. Ayer lo hice, por fin, y me llevé la sorpresa de constatar cuán rebelde suena aún lo que la autora de La Señora Dalloway y Las olas suelta en 154 páginas repletas de ironía y de diagnósticos increíblemente actuales. Explica, por ejemplo, cómo la aparición de las sufragistas reverdeció en muchos hombres el desprecio hacia la mujer y “un deseo de auto-afirmación” masculina.

“¡No pises la hierba!”,  gritaban a Virginia los bedeles de las universidades británicas, reservando ese honor para los fellows y los scholars de su época (varones todos, por supuesto). “Y vosotras, ¿habéis peleado? ¿Estáis pisando la hierba?”, siento yo que me pregunta ella. Siento también que no puedo obviar la obligación de contestarle la verdad, de susurrarle que muchas mujeres intentamos pisar la hierba, conquistar la paz que trae consigo la libertad intelectual, pero que todavía vivimos amedrentadas por la solemne sentencia que sabemos que antes o después caerá sobre nosotras: “¿Escribes de amor? O sea, nenita, que lo que tú escribes son novelas para mujeres”.

¿No resultaría ridículo ver a un novelista masculino justificando el por qué ha escrito alguna novela de amor? A ellos no les es necesario, ¿verdad? Ellos se supone que siempre juegan en primera división; ellos pueden escribir a sus anchas de un tema que la sociedad encuadra bajo el estereotipo de lo femenino. Tolstoi escribió Ana Karenina sin temor a que nadie tachara de sentimental su tesis de que es legítimo matarse si con eso se consigue liberar al amado.  En Madame Bovary, Flaubert convirtió el adulterio y la frivolidad en una de las cumbres de la literatura universal. Torrente Ballester y Pérez Galdós llevaron el pecado de no respetar el amor al centro de Los gozos y las sombras y Fortunata y Jacinta. Y el García Márquez de El amor en los tiempos del cólera hizo de lo rosa, de lo profundamente romántico, la piedra sobre la que construyó su iglesia.  ¿Alguien se imagina a Raymond Chandler o John Le Carré montando uno de sus intrigantes relatos sin situar al amor en el centro de todas y cada una de sus historias?

¿A qué juegan los editores y los críticos literarios cuando, si la novela de amor la ha escrito una mujer,  se apresuran a menospreciar  eso que está en el corazón de la vida, eso que todos los grandes novelistas convierten en el eje de sus relatos?

Cuando los editores, los críticos y hasta a veces las propias autoras de las novelas se atreven a barajar la etiqueta “literatura femenina”, no están exhibiendo una pancarta feminista, sino su contraria. Ese no es un grito progresista, sino el grito más carca que quepa imaginar. La etiqueta “literatura femenina”  delata una actitud que imita punto por punto a la realidad que Virginia Woolf denunciaba hace un siglo.

“Los valores masculinos son los que prevalecen en la sociedad.  Y, por tanto, en la novela, el género literario que aspira a reflejar esa realidad”, decía Woolf en Una habitación propia.   Los críticos dan por descontado que tal libro “es importante porque trata de la guerra”, y que aquel otro  “es insignificante porque trata de los sentimientos de mujeres sentadas en un salón”, prosigue la autora de Al faro. “Toda la estructura de las novelas de principios del siglo XIX escritas por mujeres la trazó una mente apartada de la línea recta, una mente que tuvo que alterar su visión en deferencia a una autoridad externa. Basta hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritos para adivinar que la autora era objeto de críticas. Admitía que era sólo una mujer o protestaba que valía tanto como un hombre”. Dice Virginia Woolf, nuestra venerada bisabuela sufragista, que en el centro de todos esos libros hay un defecto: están escritos como se suponía que debían escribir las mujeres, no como escriben los hombres.

De todas las mujeres que escribieron novelas en el XIX y la época (en Reino Unido) inmediatamente anterior a Woolf, sólo Jane Austen y Emily Brontë  “desoyeron por completo la perpetua amonestación del eterno pedagogo: escribe esto, piensa lo otro. Sólo ellas fueron ajenas  a aquella voz persistente, ora quejosa, ora condescendiente, ora dominante, ora ofendida(…),  aquella voz que no puede dejar en paz a las mujeres, que tiene que meterse con ellas, como una institutriz demasiado escrupulosa”.

Sin embargo, Austen y Emily Brontë “escriben como escriben las mujeres, no como escriben los hombres”. Es decir, escriben con la visión real de las mujeres, no con la visión de la realidad que los hombres del siglo XIX pretendían atribuir a las mujeres. Escriben con la mente andrógina que Woolf atribuye a Shakespeare y todos los grandes escritores y escritoras de la historia. “Es funesto para el que escribe el pensar en su sexo”. Lo único que un novelista necesita –insiste la autora de Al faro– es “integridad”, sembrar en el lector “la convicción de que nos está diciendo la verdad”.

La literatura no puede hacerse partiendo de las convenciones que la sociedad impone a hombres y mujeres.

Jane Austen, relata Woolf, era una mujer “que escribía sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones. Así es cómo escribió Shakespeare Antonio y Cleopatra, y cuando la gente compara a Shakespeare y Jane Austen, quizá quieren decir que la mente de Shakespeare  y Jane Austen había quemado todos los obstáculos”.

Un auténtico escritor (él o ella, da igual) “celebra sus bodas entre la parte femenina y la parte masculina de su cerebro”, insiste Woolf en ese ensayo cuyo estudio debería incluirse en la educación obligatoria de nuestros adolescentes. Porque no ha envejecido. En absoluto. Y también porque vuelve a poner lo importante dentro del foco, descartando los radicalismos, los nazi-feminismos tanto como los nazi-machismos. Y porque además lo hace con el humor y la determinación que anida en las manos y la mente de cualquier mujer que se precie de serlo.

“La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es más interesante quizá que el relato de la emancipación misma. Podría escribirse sobre ello un libro divertido (…) Pero lo que hoy nos divierte un día arrancó lágrimas. Muchas de vuestras abuelas, de vuestras bisabuelas, lloraron hasta saciarse”, nos recuerda Woolf en un párrafo que parece dirigido a mis hijas veinteañeras.

“No asumáis el lenguaje de ellos. Cread el vuestro. Respetadlo. Lo que tenéis que hacer es ser sólo vosotras mismas, sin que nadie censure la idoneidad o no de aquello que sois”, interpreto yo que nos viene a decir la abuela Woolf.

El machismo no es un complejo nuestro. Es un complejo de ellos. Un complejo que surge en todos esos hombres que mantienen “un deseo profundamente arraigado no tanto de que ella sea inferior, sino más bien de sentirse él superior”, lo que provoca que, durante siglos, los hombres hayan impuesto en la sociedad sus valores y hayan convertido a las mujeres en “espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre del doble de su tamaño natural”.

Pero “todo este competir de un sexo con otro, de una cualidad con otra; todas estas reivindicaciones de superioridad e imputaciones de inferioridad corresponden a la etapa de la vida (…) en la que tiene una importancia enorme subir a la tarima y recibir de manos del Director de la Escuela un jarro altamente decorativo”.

¿Sigue el mundo editorial viviendo en la etapa párvula de la vida? Yo grito que sí.  Grito que sí a modo de pancarta, de protesta contra tanta etiqueta por aquí y por allá, por tanto juego de manos que hace aparecer como “gran novela de amor” a alguna birria plana, roma, sin peso ni relieve, escrita por algún pro-hombre de nuestras letras, por unos de esos tíos a un pedestal subidos, tan pagados de sí mismos que no se percatan de que son personas profundamente aquejadas de un supino, circular y portentoso complejo de superioridad (aunque, al igual que ocurre con el amor y el odio, decidme: ¿quién no sospecharía que lo que anida en el fondo de  esa peana es un muy subterráneo y vulgar complejo de esmirriado gusanillo?)

Pero esto que acaba de soltar quizá me valdría una reprimenda de Doña Virginia… Y tendría razón en tirarme del moño. ¿Para qué voy a detenerme yo en rencores y mezquindades contra nadie? Mejor me ocupo de mí misma. De recordarme a mí, y de recordar a todos, que las pelas, la economía, es lo único importante. Porque la poesía y la libertad intelectual “dependen de cosas materiales”, de esa renta propia y de esa habitación propia, al margen de la cocina y la sala común, que Virginia reclama para las mujeres. En 1929 ella arengaba a las muchachas para que se esforzaran en pagar la deuda con la hermana de Shakespeare, “esa que murió joven y, ay, jamás escribió una palabra”. Con toda seguridad porque estaba lavando los platos o acostando a los niños, o porque temía que si daba rienda suelta a su pensamiento la acusarían de estar poseída por demonios. Es muy posible, además, que esa novelista malograda, esa poetisa reprimida, ese ser profundamente frustrado y herido, anduviera haciendo muecas por los páramos y las carreteras, “enloquecida por la tortura en que su don (ese don que no podría entregar a los demás) la hacía vivir”.

Un siglo después de la conferencia que engendró Una habitación propia, yo creo que esa deuda con la hermana de Shakespeare, la hermana del hombre que escribió Romeo y Julieta, aún existe. No estará saldada mientras nos permitamos hablar de “literatura de mujeres”, o de “literatura femenina” o de “literatura feminista”. La Literatura es una de esas palabras que no pueden soslayar la mayúscula inicial. Literatura sólo hay una. No admite adjetivos. A la Literatura le pasa como al amor: no absorbe las medias tintas. O es o no es, que diría Hamlet.

.Woolf, Virginia, Una habitación propia, Seix Barral (Planeta), Barcelona, 2017, Colección Austral Singular

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Acerca de Esclavitud Rodríguez Barcia

Periodista y escritora, autora de las novelas "Un rumor que no se va" y "Nunca más tu sombra junto a mi". Ha trabajado como consejera técnica en la Secretaría de Estado de Comunicación (España) y formó parte del equipo fundador de Inversor Ediciones. Redactora en prensa económica y creatividad publicitaria. Nació en Vigo en 1961. Es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y Máster en Comunidades Europeas por la Escuela Diplomática de Madrid.
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