¿Y si la Reforma Laboral nos mata?

¿Habrá quién nos sirva un café fuera de casa? (

¿Habrá quién nos sirva un café fuera de casa?
(“Bebedora de café”, de Ivana Kobilca)

 

Estoy pensando en tirarme al cuello de la reforma laboral. O Ella o Yo. La odio. La odio con contundencia y contumacia, con ardiente fervor de culebrón. Por su culpa, hace meses que no tengo la certeza de que el paseo dominical acabe como debe: con caña y tapa servida a velocidad de Ferrari.

En el Madrid de antes de la crisis, ciudad jacarandosa como pocas, era habitual que, nada más abrir la puerta de un bar, ya te estuvieran preguntando “¿qué va a ser?” Antes de que pudieras decir esta boca es mía, un escuadrón de camareros perfectamente organizado ya te había hidratado, alimentado y desplumado. Todo en menos que canta un gallo. Lo malo es que al gallo se lo han comido la reforma y reformitas laborales a las que los empresarios y el Gobierno, y un poco entre todos, les hemos hecho hueco.

Con mucho, muchísimo gusto, volvería yo a disfrutar de la celeridad vertiginosa de aquellos camareros que me servían las patatas bravas cuando mi codo apenas había terminado de encontrar un hueco en la barra. Y también con extremo placer volvería yo a disfrutar del cuidado con el que me teñía el pelo Aurea, una española de padres colombianos  que a los 24 años acaba de irse a Bogotá a montar una peluquería, harta de que aquí su jefe llevara seis años, ¡seis!, haciéndole firmar un mes sí y otro no contratos temporales que la privaban de derechos básicos, pero también de la ilusión y las ganas necesarias para hacer su trabajo medianamente bien.

Que conste aquí que le agradezco mucho a Aurea que no se vengara en mi pelo de la ira que acumulaba contra su jefe.

Que conste aquí que le agradezco mucho a mis camareros  (los que quedan) su esfuerzo para que yo no espere mucho y pueda  quitarme la sed y el apetito post-caminata lo antes posible.

Que conste aquí que le agradezco a mi amigo Antonio, director de arte, que intente servirme un diseño para uno de mis libros lo más rápido y mejor posible, pese a que cada vez tiene que trabajar más ganando menos.

Que conste aquí que la mayoría de los ciudadanos españoles somos trabajadores de primera, y honrados y productivos como pocos, pese al ejemplo que nos llega de ciertas altas y medianas esferas.

Que conste aquí que todos somos estupendos, pero también que tenemos cierta facilidad para la leche agria.

Que conste que estamos acumulando, el colectivo ciudadano, un arsenal de resentimientos. Sobre todo porque vamos barruntado a dónde nos lleva este dumping laboral, cada vez más profundo, en el que vivimos desde hace unos cuantos años.

Que conste que nos gustaría gritarles a algunos que qué se piensan, que qué les pasa, que si están locos, qué cómo pueden saber tan poco de eso que se traen entre manos. Porque, si algo supieran, digo yo que entenderían que mi hermano el mediano, carretillero en una fábrica de espuma de colchón, no puede hoy día desempeñar con la misma seguridad, él solito, el trabajo que antes hacían tres personas. Mi hermano confiesa que tiene miedo. Teme que, con las prisas,  un día pase con la carretilla por encima del pie de un compañero. O que finalmente también él se quede sin trabajo, porque la verdad es que últimamente su fábrica va fatal. Nunca consiguen terminar a tiempo los pedidos.

A mí me parece que mi hermano entiende de qué va esto de la economía mucho mejor que algunos de los que mandan. “Pero si ya no hay casi nadie  trabajando, ¿ cómo quieren que haya recuperación? Mi encargado le dijo al de Arriba que él ya no se compromete a ningún plazo…”

Digo yo que si alguna educación financiera (¡mínima!) tuvieran nuestros políticos, harían algo para que en los supermercados la mitad de la línea de cajas tuviera cajeras, en lugar de  dejar esos puestos vacíos y provocar que mucha gente, clientes frustrados, se largue sin consumir, harta de esperar. Y digo yo, también, que un Gobierno sabio no permitiría que en los periódicos sólo trabajaran cuarto y mitad de periodistas, o que los profesores de instituto tengan que saber de matemáticas y música y latín a la vez.

Que conste que creo que los ciudadanos deberíamos empezar a ser un poco menos consentidores con los que quieren hacer negocio sin contratar mano de obra. Yo me estoy pensando si volver a la peluquería donde trabajaba Aurea; el dueño la ha sustituido por una chica que apenas sabe hacer nada, pero a la que le estoy cogiendo cariño.  Y no me da la gana. Si le cojo cariño a ella, beneficio a su jefe, el que hace contratos de doce horas al mes aunque sus empleadas trabajen cuarenta a la semana.

Repito: no me da la gana. Liberal que es una con su propia libertad.

Por lo pronto, me he prometido a mí misma que no voy a volver al taller al que llevé mi coche hace unos días. ¡No! Porque esto fue lo que tuve que oír: “Huy, para el jueves dice… Imposible, señora. Si es que sólo tengo a uno que entienda de eso, y ahora está de vacaciones. Los demás son nuevos y no me atrevo a que ajusten ese motor.”

¡Vaya! También algunos empresarios tienen miedo. Igualito que mi hermano.

¿Reforma laboral? Desde luego que necesitamos otra. ¡Para contratar trabajadores de verdad, y no esclavos de quita y pon! O eso, o nos mata el éxito de esta cartilla de racionamiento que nos han endilgado.

Acerca de Esclavitud Rodríguez Barcia

Periodista y escritora, autora de las novelas "Un rumor que no se va" y "Nunca más tu sombra junto a mi". Ha trabajado como consejera técnica en la Secretaría de Estado de Comunicación (España) y formó parte del equipo fundador de Inversor Ediciones. Redactora en prensa económica y creatividad publicitaria. Nació en Vigo en 1961. Es Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y Máster en Comunidades Europeas por la Escuela Diplomática de Madrid.
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